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jueves, mayo 17

El suicidio de Göring


(Un texto de Luis Reyes en la revista Tiempo del 12 de octubre de 2008)

Nüremberg, 16-10-1946. El mariscal Goering, máxima estrella del juicio contra los jerarcas nazis, escapa de la horca envenenándose.

Hitler se había suicidado. Goebbels se había suicidado. Himmler se había suicidado. Pero aún tenían un pez gordo en la red los aliados, el número dos del régimen nazi, el mariscal del Reich Herman Goering. Había sido el delfín de Hitler, su compañero de los primeros tiempos, el sucesor designado. Había creado y dirigido personalmente la Luftwaffe, había inventado la Gestapo y los campos de concentración, había fi rmado la orden de exterminio de los judíos... Era además “el gordo Goering”, drogadicto, travesti, histrión, corrupto, ladrón de obras de arte, la encarnación del nazi “mitad tirano, mitad gánster”, como diría el fi scal en Nüremberg. Pero también un héroe de la I Guerra Mundial ganador de la Pour le Merite, la más alta condecoración militar alemana, un tipo carismático, gracioso y simpático, capaz de salvar a los judíos que consideraba amigos. Aparte de su importancia política era un personaje mediático, destinado sin remedio a convertirse en la estrella del juicio de Nüremberg. Para Estados Unidos este proceso, de características sin igual en la Historia, era muy importante.

Habían ganado la guerra, pero querían mostrar al mundo las virtudes de la democracia, del Estado de Derecho. Querían demostrar que no eran vengativos, sino justos, y montaron un juicio con todas las garantías para los acusados, hasta el punto de que tres de ellos fueron absueltos y varios escaparon de la pena de muerte, para indignación de los soviéticos, que querían juicio pero con pena capital garantizada para todos. Sin embargo ese espectáculo de justicia universal, en el que demostrarían que los antiguos adversarios –algunos de los antiguos adversarios– eran meros criminales, y por tanto merecían la infamante horca, se les aguó en el último momento, cuando la prima donna, Goering, no salió a escena. Se libró del cadalso suicidándose unas horas antes de la ejecución. ¿Cómo pudo producirse tan terrible fallo? Cuando Goering se entregó, los ofi ciales americanos estaban encantados, según se ve en las fi lmaciones de la época. La suerte les había puesto en las manos una pieza importante, pero además se sentían fascinados por aquel mariscal de brillante uniforme, lleno de condecoraciones. Se había rendido llevando un equipaje de diecisiete lujosas maletas de cuero llenas de joyas, drogas y cosméticos –llevaba las uñas pintadas– y conservó bastante tiempo su pistola, hasta que la entregó ceremoniosamente ante las cámaras, como los antiguos caballeros rendían la espada.

Misión imposible

Cuando Eisenhower se enteró de las deferencias que sus ofi ciales tenían con el jefe de la Luftwaffe montó en cólera. Él sí tenía muy claro quiénes eran los nazis, y ordenó que cesara el trato de favor, que le quitaran las insignias de oro, las medallas, los correajes, que le trataran como a un vulgar prisionero. Iba a resultar imposible. En la prisión de Nüremberg estaba al mando un duro, el coronel Burton Andrus, pero por muchas medidas que tomase, resultaría imposible que su personal le secundara. Para la mayoría de los americanos, Hitler y el nazismo no signifi caban nada. Alemania no había bombardeado EE UU como a Inglaterra, ni los había invadido a sangre y fuego causando millones de muertos, como en la URSS. Para el americano medio, los malos eran los japoneses, los traicioneros de Pearl Harbour. La guerra con Alemania les había venido obligada y no la comprendían muy bien. Las tropas de combate que se habían enfrentado a la brutal máquina militar nazi sí consideraban a los alemanes enemigos peligrosos, pero los policías militares destinados en Nüremberg no habían librado batallas. Veían a los más altos jerarcas nazis como unas celebridades que atraían mucha prensa. Daba lo mismo que el coronel Andrus prohibiera hablar con los presos, los guardianes no sólo conversaban con ellos, sino que les pedían autógrafos, como si fueran artistas de cine. Sólo un pequeño grupo del personal se tomaba aquello en serio, los judíos como el capitán Gilbert, el psicólogo o el intérprete Richard Sonnenfeld, cuya familia logró huir de Alemania en 1938. La relajación del sistema permitió que el doctor Ley, jefe del Frente del Trabajo nazi, se suicidara. Andrus ordenó entonces que cada celda tuviera a un guardián mirando permanentemente el interior por el ventanuco. Además los presos tenían que dormir con la luz encendida, con la cara hacia la puerta y las manos por encima de las mantas. No serviría de nada.

Drogadicto

Cuando Goering llegó a la prisión era un drogodependiente con su propio alijo, pero los médicos fueron reduciéndole las dosis de droga hasta desengancharlo; le hicieron adelgazar de sus 120 kilos y su estado físico mejoró notablemente. Pero conforme recuperaba la salud, que había maltratado en la desesperación de los úl- timos tiempos de la guerra, iba también tomando control de la situación. El primer pulso que echó fue negarse a limpiar su celda, como obligaba el reglamento del coronel Andrus. Sufrió o simuló un ataque de nervios que desembocó en taquicardia, y el médico dijo que se podía morir si se repetían los berrinches. Aunque parezca increíble, se trataba de un médico alemán contratado.

Goering se salió con la suya. Pero su obra maestra fue la manipulación del teniente Jack Tex Wheelis. Tex era de Tejas y respondía al tópico del tejano paleto, fatuo y simplón. Era muy afi cionado a la caza y Goering había sido un famoso cazador. A partir de esa pasión común, fueron intimando, hasta que el estúpido Tex llegó a considerar a Goering su amigo; sufrió una especie de síndrome de Estocolmo al revés. El nazi le engolosinaba con pequeños sobornos, y Tex lucía muy ufano el soberbio reloj que le había regalado, con el nombre de Herman Goering grabado, o la foto dedicada “para el gran cazador de Tejas”. Al detener a Goering le habían encontrado encima una cápsula de cianuro, pero tenía más. Logró que Tex le trajese cosas de su inmenso equipaje requisado, y posiblemente en un tarro de crema iba una ampolla letal. El médico alemán que le atendía le anunció cuándo iba a ser la ejecución, y unas horas antes, en la cama y vestido con un extravagante pijama de seda negro, el mariscal del Reich se envenenó y se libró de la horca. Ésta era la explicación del suicidio que sostenía el coronel Andrus, pero Goering dejó una carta diciendo que siempre había tenido el veneno consigo, y la comisión de encuesta no quiso remover el asunto, aceptó la afirmación del suicida y ni siquiera interrogó a Tex.

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