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viernes, febrero 16

Cámara, comida… ¡acción!



(Un texto de Daniel Vázquez Sallés en El Mundo del 29 de agosto de 2017)

El cine galo nos ha enseñado a usar la mantequilla, por él hemos aprendido a paladear un buen vino, el modo correcto de conservar el queso y que una 'baguette' no es simplemente una barra de pan. No hay película con un acento circunflejo dentro en la que no haya, como mínimo, una secuencia alrededor de la mesa. Pasen, vean, coman y beban.

La cocinera del presidente se llama Hortense Laborie y es del Perigord. La elección la hizo el mismísimo presidente, Monsieur Miterrand, gran amante de la trufa negra, la oca, el pato, las nueces y las fresas. El Perigord es un verdadero vergel gustativo para los amantes de la gastronomía.

Si el gusto de cualquier presidente de la República Francesa no estuviera a la altura de un bien nacional como el de la cocina, habría una revolución popular. Durante siglos, la cocina fue patrimonio de Francia, aunque una película mediocre pero efectiva como Le chef advierta de la precaria salud culinaria del país vecino. En Le chef, el gran cocilero Alexandre Lagarde se ve en la obligación de luchar contra el gusto cada vez más insignificante del pueblo, contra su propio cansancio como chef tres estrellas y contra la irrupción de una cocina molecular que no entiende.

A través del cine francés hemos aprendido a dejar los alimentos al punto, a paladear un vino, a conservar un queso, a usar la mantequilla sin necesidad de utilizarla como lubricante de un tango desesperado. A través del cine francés hemos entendido que una baguette y Brigitte Bardot, la sex symbol creada por Dios, no se repelen como el agua y el aceite.

Fue Catalina de Medicis, la vil madre de La reina Margot, la que introdujo en la corte francesa las buenas costumbres culinarias florentinas. Luego, el buen yantar se fue afrancesando de la mano de cocineros como François Vate! o Auguste Escoffier, o de teóricos como Brillat Savarín y su libro Fisiología del gusto. La trágica historia de Vatel, llevada al cine con maestría por Roland Joffé, tiene en Depardieu el perfecto rostro de la tragedia. Contratado por el príncipe de Condé para deleitar a la corte real, el cocinero cayó en la desesperanza y terminó suicidándose antes de que terminaran los fastos. La herencia de toda esa tradición la recogieron las mères lyonnaises, el germen de la Nouvelle Cuisine, y en un plano más doméstico, Madame Maigret y su pollo al vino blanco preparado al gusto de su marido el comisario Maigret, mutado en el cuerpo y el rostro impenetrable de Jean Gabin.

Llevar la riendas de un restaurante siempre resulta un verdadero calvario, y si no, que le pregunten a Monsieur Séptime las consecuencias de la preparación de su Pyrámide. Louis de Funes protagonizó El gran restaurante, aunque la fama del actor de origen español empezó a fraguarse en el papel del carnicero Jambier, sanguijuela que controla el mercado negro en el París ocupado por los nazis en la hermosa película Un cerdo o través de París, dirigida por Claude Autant-Lara.

Rodaje en exteriores, improvisación, planificación poco convencional, montaje elíptico, la Nouvelle Vague nació para luchar contra el clasicismo cinematográfico francés pero no se libró de la cocina. En Los cuatrocientos golpes, François Truffaut situó al niño Doanel y a sus padres en la mesa de la cocina. Niño no deseado, Antoine es, por una vez, feliz compartiendo el caldo, la tortilla, los quesos y el vin nouveau debidamente enfriado.

Luego, en Domicilio conyugal, Doanel cambiaría el pot-au-feu por la comida japonesa. Todo por amor. Esa imperdonable traición a la cuisine quedaría perdonada de la mano de Claude Sautet, el director que mejor desmenuzó los indiscretos desencantos de la burguesía. En Tres amigos, sus mujeres y los otros, Sautet retrata la vida cotidiana de un grupo de amigos, y cuando están cansados de los cafés de Paris, se van al campo a celebrar el paso del tiempo. En la cocina no cabe ni un alfiler, ocupada por los panes, la lechuga bien aliñada, o el gigot braseado cortado con maestría por el personaje interpretado por Michel Piccoli. La habilidad en el corte solo la superó el camarero encargado del roast beef en Las vacaciones de Mr. Hulot.

Si en Besos para todos, película de Daniele Thompson, la burguesa Sonia esconde sus frustraciones en la farsa que rellena el pavo de Navidad, el director Jean Becker demostró que La fortuna de vivir está en el campo. Garris y Riton, veteranos de la Guerra Mundial, viven a orillas de un pantano alimentado por las aguas del Loira y pescan y brasean sus capturas mientras respiran el aire perfumado de flores silvestres. El horror de la guerra sólo se puede borrar con el aroma de un buen plato de caracoles o las carnes de una liebre despistada.

«Nadie dijo que vivir fuera fácil», dice Tom, personaje interpretado por Sergi López en La curva de la felicidad. Entre él y Nathalie sólo hay un territorio mantelado ocupado por dos copas de Saint Nicolas y dos entrecots Mírabeau. Es el menú elegido por Nathalie para contarle a Tom que tienen una hija en común nacida de su época de noviazgo. Puro cine francés. Sin la intermediación de una buena receta, las confesiones cinematográficas no tendrían el mismo sabor.

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