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jueves, diciembre 14

Bécquer y el tesoro del Moncayo



(La columna de Alberto Serrano Dolader en el Heraldo de Aragón del 16 de febrero de 2014)

El último gran tesoro del Moncayo lo hallaron Gustavo Adolfo Bécquer y su hermano Valeriano, cuando en los años sesenta del siglo XIX el poeta pasaba largas temporadas en la hospedería del monasterio de Veruela, curando sus males físicos... y hasta puede que los sentimentales. Desveló el asunto el periodista Manuel Alhama en 1899 (ya habían pasado tres décadas de la muerte del romántico): «El poeta sevillano descubrió, o creyó descubrir, en un paraje de las cercanías de Veruela una bóveda secreta en la que había bastantes objetos de valor artístico e histórico; cubría la entrada una piedra que Bécquer, probablemente con ayuda de su hermano, logró levantar. Los objetos allí conservados eran, por su naturaleza y su peso, muy difíciles de sacar y de transportar sin que se enterase todo el mundo; así es que los dos hermanos volvieron a colocar en su sitio la piedra, disimulando las señales de sus trabajos».

Gustavo Adolfo anheló toda su vida conseguir aquel tesoro, cuya existencia comentó al dibujante Bernardo Rico, que se fue de la lengua... y por eso lo sabemos. En 1913 López Núñez desveló en la revista 'Por esos Mundos' que tanto Gustavo Adolfo como su hermano Valeriano «vivieron soñando con aquel tesoro» y que «trabajaron con fe para adquirir lo suficiente con que comprar el terreno donde se ocultaba», pero jamás consiguieron juntar los duros necesarios.

El mito del tesoro becqueriano se consolidó. En los años veinte del siglo XX era frecuente que los visitantes de Veruela se interesaran por conocer detalles de esa riqueza y no era raro que se acercasen aventureros atraídos por el asunto. El padre jesuita Luis Gravalosa, residente entonces en el cenobio, pudo recopilar informaciones nada despreciables al respecto, pero se perdieron sus apuntes sobre el tesoro cuando falleció en 1932. Un poco antes, acompañó en una excursión rastreadora a los reputados zaragozanos José Sinués y Francisco Pelegrín; iba también con ellos en ese paseo montaraz el publicista Federico Bordejé, que en 1970 quiso evocar aquella expedición lúdico-investigadora, que acabó en anécdota: «...aunque la sima no ofrecía nada que atestiguara una gran continuidad, saltamos dentro, sin advertir un raro y abultado cilindro de metal que nos estorbaba, al que derribamos con nuestro bastón de campo, lo que nos obligó a huir a todo correr porque aquel extraño tubo o bulto, mentido dentro de la boca de la sima, era, ni más ni menos, que un vaso portátil de abejas».

En la década de los sesenta de siglo XX -cuando apenas había transcurrido una centena de años del supuesto descubrimiento de Gustavo Adolfo y Valeriano- ya nadie hablaba del tesoro de los Bécquer, se había perdido el rastro y hasta la memoria. Hoy, mi amigo Javier Bona está empeñado en reencontrarlo, convencido de que, alarmados por la amenaza de la Desamortización, los monjes de Veruela bien pudieron esconder parte de sus ajuares en algún recoveco de la montaña. Sería, pues, un tesoro real, cuyo valor artístico incluso superaría al económico. ¡Ganas me entrar de coger un pico y una pala!

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