Cuéntame un cuento...

...o una historia, o una anécdota... Simplemente algo que me haga reir, pensar, soñar o todo a la vez, si cabe ..Si quereis mandarme alguna de estas, hacedlo a pues80@hotmail.com..

miércoles, noviembre 15

Felipe II, rey de Portugal (II)



(Un texto de Luis Reyes en la revista Tiempo del 25 de diciembre de 2006)

En el siglo XVI, en cambio, sí estaba muy claro por qué queríamos al país vecino. Portugal era un imperio mercantil que se complementaba perfectamente con el español, territorial y militar. Los portugueses no habían echado esfuerzos en conquistar y poblar países, sino en abrir puertos y obtener licencias comerciales en puntos clave, hasta en la lejana China.

Con sus bases alrededor de toda África, en la India y Oceanía, en el Estrecho de Ormuz, la llave del Golfo Pérsico, o en los de Malasia, las puertas entre el Índico y el Pacífico, controlaban las más ricas rutas comerciales.

Lisboa era un emporio cosmopolita que deslumbraba a la sobriedad castellana, donde se encontraban los objetos más caros y lujosos que se podían comprar en Europa, sedas y porcelanas de China, jades, marfiles, plumas y animales exóticos, ¡hasta rinocerontes! Y por supuesto especias de toda clase, que valían más que su peso en oro.

Además, para Felipe II la posibilidad de gobernar esa potencia mercantil tenía un interés estratégico: podría establecer un bloqueo comercial de sal y especias que quebrara la economía de los rebeldes holandeses, el peor enemigo de la monarquía hispánica durante 80 años.

A Portugal también le convenía la unión. La inagotable plata americana hacía del real de a ocho español una moneda fuerte, que permitiría reanimar el comercio con Oriente, en crisis por la falta de dinerario. Y la potencia militar española protegería el comercio portugués de enemigos como los turcos, cuyos corsarios operaban ya por el Atlántico.

Por eso, pese a las reticencias del pueblo portugués, que “antes metería moros que castellanos”, la unión con la monarquía hispánica fue una solución feliz para las clases dirigentes lusitanas.

Autonomía total

La fórmula no era, por cierto, unión, sino “agregación”, y garantizaba la total autonomía de Portugal, que conservaba sus Cortes, leyes, moneda y lengua. No hubo desembarco castellano en Portugal ni en su imperio. Todos los cargos públicos seguían siendo portugueses, y los españoles no podían emigrar a Brasil, única auténtica colonia de Portugal. Y sobre todo, el comercio con Oriente seguía siendo un monopolio luso.

En cambio sí hubo desembarco portugués en España. Desde ministros tan importantes para Felipe II como Ruy Gómez de Silva hasta cartógrafos como Teixeira, popular por su plano de Madrid, pero cuya inmensa obra fue levantar el mapa de las costas españolas para Felipe IV, pasando por artistas como Sánchez Coelho, que se convirtió en el retratista de la Corte madrileña. Los beneficios para Portugal se hicieron evidentes a principios del reinado de Felipe IV, cuando los holandeses se apoderaron de Brasil. Fue un ejército español, al mando de don Fadrique de Toledo, quien recuperó el rico país americano para los portugueses. Lope de Vega le dedicaría una de sus obras, El Brasil recuperado.

Ruptura

Sin embargo, a mediados de este mismo reinado comenzó el ocaso de España como primera potencia. Y fue precisamente la incapacidad española de defender al imperio portugués frente a los holandeses lo que propició el movimiento de independencia lusitano. No fue, en realidad, un hecho aislado, hubo movimientos separatistas en Nápoles, Sicilia, Navarra, Aragón, Cataluña y hasta en Andalucía, donde uno de los Grandes de España, el duque de Medina Sidonia pretendía proclamarse rey.

Portugal se levantó en armas y proclamó rey al duque de Braganza en 1640. La guerra intermitente duró un cuarto de siglo, y hasta 1668 España no reconoció la independencia portuguesa.

Durante el siglo siguiente, las dos monarquías ibéricas mantuvieron en general malas relaciones. Entre 1762 y 1807, España invadió cinco veces Portugal, aunque los éxitos de las armas españolas en el campo de batalla eran siempre anulados por la diplomacia inglesa en la mesa de negociaciones. A veces serán guerras de opereta, como la Guerra de las Naranjas, un capricho de Godoy, el favorito de Carlos IV, que pretendía convertirse en rey de los portugueses.

Después viene un largo divorcio de casi dos siglos. A lo largo del XIX, cuando fraguan los modernos nacionalismos europeos, el de Portugal tiene como cemento “la amenaza española”, aunque España ya no está para amenazar a nadie. Las ciudades fronterizas lusitanas, sin embargo, se fortifican como si esperasen siempre una nueva invasión española.

España, en realidad, ignora a Portugal, se olvida del vecino, como si no existiera. Solamente lo va a descubrir en abril de 1974, cuando la Revolución de los Claveles derribe a la dictadura en el país vecino. Entonces toda la España democrática se pone a cantar –y ahora sí tiene claro el porqué– “¡Ay Portugal! ¿Por qué te quiero tanto?”.

El primer virrey
Tras una temporada en que mantuvo su Corte en Lisboa, Felipe II volvió a Madrid. Para representar al rey habría un virrey de Portugal, que necesariamente tenía que ser portugués, a no ser que fuese miembro de la familia real.

El primero en el cargo fue un sobrino de Felipe II, el cardenal-archiduque don Alberto. Era un cosmopolita: hijo del emperador Maximiliano II, nacido en Viena, educado en España desde los 11 años, terminaría su vida como soberano de los Países Bajos por su matrimonio –tras colgar los hábitos– con la infanta Isabel Clara Eugenia.

Etiquetas: