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martes, noviembre 14

Felipe II, rey de Portugal (I)



(Un texto de Luis Reyes en la revista Tiempo del 18 de diciembre de 2006)

Felipe II perdió un palote y ganó un reino. Con Felipe II los reinos de España y Portugal se unifican, culminando un siglo después la aspiración de los Reyes Católicos.

Felipe II perdió un palote y ganó un reino. Las Cortes portuguesas, reunidas en el monasterio de Tomar, le proclamaron rey Felipe I de Portugal un 16 de octubre de 1581. Era la culminación de la estrategia matrimonial de los Reyes Católicos para unificar la Península Ibérica. 

Y también era el final de la más brillante jugada de la política exterior española, que tuvo a la vez algo “de herencia, de conquista y de compra”. 

La política de enlaces de los Reyes Católicos logró unir las coronas de Castilla, Aragón y Navarra, pero querían más, reunir a la Hispania romana, y echaron sus redes nupciales en el vecino Portugal. Harían falta un siglo, ocho bodas y un considerable embrollo de parentescos (véase el árbol genealógico, muy simplificado) para recoger la pesca.

La tercera generación, Felipe II y Juana, hijos de Carlos V y de Isabel de Portugal, se casaron con los hijos de João III de Portugal, María y Juan. 

Desamor
No fueron muy felices estos matrimonios. María no era precisamente guapa ni a los 17 años, y el joven Felipe buscaba fuera de casa lo que no le satisfacía dentro. La princesa lusa le lloraba a su padre y éste le escribía a Carlos V –su consuegro, triple cuñado y sobrino– trasladando las quejas de “desamor”. 

“Cuando están juntos, parecía que [Felipe] estaba por fuerza, y en sentándose, se tornaba a levantarse e irse”, le detallaba enojado el rey portugués a Carlos V, dándole también noticia de que el joven Felipe se había echado una amante en Cigales con la que tenía un hijo. María duró poco, falleció de parto cuando tuvo su único hijo, don Carlos.

Tampoco Juana disfrutó mucho su matrimonio; quedó viuda cuando estaba embarazada del primer hijo. El niño, don Sebastián, fue rey de Portugal desde los 3 años, y se pensó incluso en que fuera rey de España, en vista de la muerte de don Carlos, pero el joven monarca portugués tenía la cabeza a pájaros, y no se le ocurrió más que irse de cruzada a África. 

En Alcazalquivir don Sebastián encontró la épica que su ardiente corazón le reclamaba, la batalla de los Tres Reyes, la única de la Historia en la que han muerto tres monarcas, dos marroquíes y uno portugués. Don Sebastián se convirtió en leyenda –muchos portugueses negaban que hubiese muerto y periódicamente aparecían seudo-Sebastianes, falsarios o locos que reclamaban el trono–, pero dejó a la dinastía lusitana en vías de extinción. 

Le sucedió un anciano tío que además era clérigo, el cardenal don Enrique. Como era impensable para don Enrique tener hijos, convocó a los posibles herederos y nombró una comisión, los Cinco Defensores del Reino, para que decidiesen quién tenía mejor derecho. 

Pleito
En febrero de 1579 Felipe II recibió del rey-cardenal la “carta de notifi cación” que abría el pleito dinástico. Había cinco “pretensores”, descendientes del rey Manuel el Afortunado. Dos eran príncipes italianos sin ningún peso en Portugal. La duquesa de Braganza era mujer, un handicap en la época. Y el cuarto, don Antonio, era bastardo.

Felipe II era poderoso y vecino, tenía ejércitos y oro, y era el nieto mayor del Afortunado. La alta nobleza apostó por unir su carro al de la primera potencia del mundo, que era España. El arquetipo de ellos fue don Cristóbal de Moura, que realizó una incansable labor convenciendo y comprando a los diputados de las Cortes portuguesas. Tras la muerte de don Enrique en 1580 el bastardo don Antonio se autoproclamó rey de Portugal, pero tres de los cinco Defensores emitieron la Declaração de Castromarim, estableciendo el mejor derecho de Felipe II.

Paralelamente al apoyo de la legalidad, Felipe dio el golpe militar, larga y perfectamente preparado. El duque de Alba invadió Portugal por tierra, y don Álvaro de Bazán por mar. Más que conquista, fue un paseo militar. 

Con el país ocupado y los Defensores apoyando al español, las Cortes portuguesas, reunidas en el monasterio de Tomar, se vieron cargadas de razones y doblones para proclamar a Felipe I rey de Portugal. Empezaba el primer acto del Iberismo.

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