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domingo, noviembre 12

Extravagancia culinaria: de paladares extraños y delirios indigestos

(Un texto de C. Martínez en la revista Mujer de Hoy del 16 de julio de 2016)

Unos son extravagantes en la cama y otros... en la mesa. Maniáticos de un alimento o capaces de las dietas más disparatadas. Hay quien defiende el bacon y otros, la comida morada.

Que comer es un placer lo sabe (y lo dice) cualquiera. Pero hay ocasiones en las que los placeres van más allá y se convierten en pequeñas o grandes manías, excentricidades y delirios epicureístas con, a menudo, indigestos efectos secundarios. Si siempre has creído que recoger compulsivamente las miguitas del mantel mientras esperas el postre es un tic insoportable... prepárate porque hemos encontrado a unos compañeros de mesa capaces de convertir una cena en un auténtico compendio de obsesiones a golpe de tenedor. Y esto no viene de ayer. 

Ahí está Apicius, el primer gran gastrónomo de la historia, que allá por el siglo I d.C. dilapidó su fortuna en comer y beber: entre sus hitos, se sabe que alimentaba a sus cerdos con vino, higos y miel para potenciar su sabor y que organizaba bacanales en las que los sesos de ruiseñor se mezclaban con las lenguas de flamenco rosa. O cómo olvidar a Catalina de Médicis, figura clave para entender el éxito del aceite de oliva en la dieta mediterránea, inventora de la salsa bechamel, adicta a los helados y obsesionada con la numerología. 

Tanto, que en un almuerzo de postín sirvió cantidades de alimentos que solo eran divisibles entre tres: 33 liebres, 33 corderos asados, seis cerdos, 66 faisanes, 66 gallinas para hacer caldo, tres partidas de judías, tres de guisantes y 12 de alcachofas. Quizá algo de videncia hubo en ello porque imaginaba un futuro con tres estrellas Michelin. Un menú para contarlo, sí. Buen provecho.

Así es el club de los excéntricos:

Mussolini y la pasión por el ajo 
 
La culpa la tenía su pasión (rayando en obsesión) por el ajo, que aplacaba preparándose ensaladas en las que machacaba ajos y aliñaba con aceite y limón. Sin más. Lo desveló en el libro A tavola con Il Duce (Gremese) la que durante muchos años fue su nuera, María Scicolone, amén de hermanísima de Sofía Loren. Pero no solo de ajo vivía Mussolini, ya que también "disfrutaba" de las sopas de bismuto (un metal pesado con altas dosis de toxicidad que utilizaba para calmar su ardor de estómago). 

Pero él no fue el único dictador que acumulaba excentricidades gastronómicas al mismo ritmo que crímenes contra la humanidad. Así, Adolf Hitler iba de vegetariano pero se hinchaba a palomas rellenas de hígado, nueces, lengua y pistachos, mientras que Gadafi era adicto a los macarrones y la leche, que tuvo que dejar por flatulencia crónica, y el norcoreano Kim Jong-Il se relamía igual con caviar iraní que con sopas de carne de perro porque creía que le daban virilidad y poder.
Todo esto y mucho más lo cuenta el recomendable libro Dictators Dinners, de Melissa Scott y Victoria Clark (Gilgamesh). Perfecto para quienes quieran que estos tiranos les revuelvan aún más el estómago.

Greta Garbo: dejadme sola con mis espinacas 

Yogur, levadura de cerveza, leche desnatada, germen de trigo y melaza. Estos fueron los cinco alimentos con los que el falso doctor Gayelord-Hauser, un tipo bastante listo pero no tanto como para haberse licenciado en Medicina, se fue a hacer las Américas tras el éxito de su dieta en Europa. Su defensa de un régimen basado en la alta concentración de vitaminas B y el rechazo a los azúcares refinados y las harinas le convirtió en el nutricionista favorito de Hollywood (Marlene Dietrich, Gloria Swanson y Grace Kelly siguieron también sus consejos).

Pero Gayelord-Hauser tenía predilección por Greta Garbo, con quien mantuvo una relación hasta que ella le presentó al actor Frey Brown, quien se convirtió en pareja del dietista de por vida. Es más, ambos recibían a menudo en sus lujosas villas de Palm Springs y Taormina a Greta Garbo y Mercedes de Acosta, una de sus relaciones lésbicas más duraderas.

El caso es que la actriz llevó al extremo los dictados de su gurú y centró su alimentación en una serie de mejunjes de todo menos apetecibles: desayunaba zumo de naranja con dos huevos batidos, horneaba su propio pan de apio dicen quienes lo probaron que era absolutamente repugnante, y bebía batidos de leche con melaza y levadura. Así todos los días excepto tres semanas del año en las que La Divina ingería única y exclusivamente... kilos y kilos de espinacas.

Howard Hughes: el tamaño (de los guisantes) sí importa

Aviador, magnate, ingeniero autodidacta, cineasta y raro, muy raro. Así era el multimillonario cuya vida dio para una película protagonizada por Leonardo DiCaprio, El aviador. Entre sus manías, tenía unas cuantas relacionadas con la comida, como devorar compulsivamente barritas de chocolate Hershey, que desenvolvía con sumo cuidado, provisto de guantes y clínex para no "infectarlas". Su trastorno obsesivo-compulsivo fue in crescendo, hasta el punto de exigir a su servicio doméstico "un periódico sin usar; un abrelatas, un plato grande, un tenedor, dos cepillos y toallas de papel, todo esterilizado; así como dos barras de jabón" solo para abrir una lata de fruta.

Pero nada tan fascinante como su empeño antes de comerlos en clasificar por tamaños y uno a uno los guisantes, uno de sus platos favoritos. Incluso encargó un tenedor especial para facilitarle la tarea. Ah, y solo comía 12 cada vez. Y pobre del cocinero que osara variar tal cantidad.

El brownie lisérgico de Alice B. Toklas

En 1963, las amas de casa estadounidenses, sí, esas adorables y serviciales mujeres que aparecían en los melodramas de Douglas Sirk, se quedaron de piedra al escuchar a esta mujer en un programa de Pacifica Radio dando la receta de su hashish fudge sin pestañear. Pero es que Alice B. Tocklas no era Julia Child, ni su manera de entender el sueño americano sabía a algodón de azúcar. Lo suyo era más lisérgico y surrealista. Compañera inseparable de Gertrude Stein hasta su muerte, fue la cocinera favorita de la Generación Perdida, esa pandilla de bohemios que, capitaneada por Hemingway, Picasso o Matisse, puso París patas arriba a comienzos del siglo XX. En 1954 publicó El libro de recetas de Alice B. Tocklas, una autobiografía salpicada de comida, como sus famosos pastelitos de la risa: Cilantro, canela, nueces, almendras, cacahuetes, higos secos, mantequilla, azúcar... y un poquito de marihuana.


Los mismos que inspiraron a Peter Sellers para la película I love you, Alice B. Toklas y muy parecidos a esos que alguna vez hemos escuchado que existen. O incluso probado. Subidón de calorías y carcajadas a partes iguales.

Mariah Carey o adelgazar poniéndote... (literalmente) morada

Los problemas con la báscula de la cantante son de sobra conocidos, y no solo por su tendencia a engordar, sino también por su empeño en mantener a raya su curvilíneo cuerpo incluso a golpe de Photoshop si las dietas no logran el objetivo. 

Según los mentideros de Hollywood, la culpa de todo la tiene su irrefrenable afición al fast food, pasión que ella compensa con dietas extremas. Aunque una vez confesó, para alegría de los pescaderos, que había perdido siete kilos desayunando salmón, comiendo lenguado y cenando atún todos los días (agallas no le faltaron), nada más surrealista que su célebre purple diet o dieta morada, que consiste en (sí acertaste): montañas de lombarda, lechuga morada, zanahorias moradas, cebollas y patatas del mismo color y, de postre, arándanos y semillas de acai.

Monocromía antikilos. Al parecer, su plan consiste en comenzar la dieta con licuados morados durante dos días y seguir igual el resto del tiempo, pero ya sin licuar. Vamos, una dieta en la que te pones morada mientras adelgazas.

8.000 calorías para Elvis

Si Joan Fontaine logró que una chaqueta de punto pasase a llamarse universalmente "rebeca" gracias a una película en la que (ojo) Rebeca estaba ya muerta; Elvis Presley fue más allá porque pocas estrellas pueden presumir de tener un sándwich con su nombre. 8.000 calorías acumula el Elvis Sándwich, bomba de plátano, bacon y mantequilla de cacahuete cuyo nombre original era Fools Gold Loaf.  

¿La razón? La noche del 1 de febrero de 1976, Elvis demostró al mundo que su pasión gastronómica iba en serio y, junto a un par de amigos, se fue en su avión privado desde Memphis para cenar nada más y nada menos que 30 sandwiches regados con agua Perrier y champán. Invitaron también a los dos pilotos, así que, si fueron justos en el reparto, exactamente tocaron a seis sándwiches cada uno. Es decir, a 48.000 calorías. 

Tras el festín regresaron a casa y la noticia de tal bacanal, como cualquier cosa que hacía el rey del rock, dio la vuelta al mundo. Unos cuantos titulares hicieron el resto para que naciera de manera oficial el sándwich Elvis. Por cierto: el cantante, más que una excentricidad, cometía una verdadera locura para intentar perder peso tras estos atracones, ya que seguía la llamada dieta de La Bella Durmiente, que consiste en atiborrarse de somníferos para dormir en vez de comer.

Y es que, en los últimos años de su vida, Elvis Presley pasaba de la depresión a la esquizofrenia, de la amabilidad a la ira, y de sus 70 kilos a los 120 con los que su corazón colapsó.

Steve Jobs, el gurú de la purga

Dietas extremas, ayunos, maratones crudívoros... El famoso creador de Apple llevó el triunfo de la manzana más rentable de la historia hasta su obsesiva despensa. Y de qué manera. Entre sus múltiples manías gastronómicas destaca la llamada "mononutrición", por la que se pasaba largas temporadas ingiriendo un solo alimento, ya fueran manzanas, claro que sí, o zanahorias aliñadas con limón. Incluso llegó a percibir que su piel se volvía anaranjada cuando el exceso de betacaroteno empezaba a provocar sus efectos. 

Suya también fue la dieta del "verde oscuro", que, en la línea del "morado" de Mariah Carey, llenaba su vida de ensaladas de brócoli y espárragos trigueros. Tras un trasplante de hígado y en su desesperada búsqueda de cura al cáncer que no pudo vencer, decidió alimentarse solo de batidos de frutas a pesar de que los médicos se lo desaconsejaron.

Él, incapaz de bajarse de su atalaya de gurú, incluso llegó a recomendar una vida vegana centrada en la fruta porque, entre otras ventajas, hacía desaparecer el olor corporal con el consiguiente ahorro en desodorantes y perfumes.

Cara Delevingne: no sin mi bacon

Cuando un periodista, uno de los muchísimos, que le deben plantear la misma cuestión cada día, preguntó a Cara Delevingne cuál era su mejor truco de belleza, ella contestó sin pestañear: "El bacon". Ante su estupor, insistió: "Así es, y espera a que lance mi línea de productos de bacon". La supermodelo no lo hizo que sepamos, pero sí decidió tatuarse la palabra "bacon" en la planta del pie y, a partir del hashtag #JustEat (sólo cómetelo) comenzó una cruzada para defender que en el mundo de la moda no solo se come, sino que la grasaza y el colesterol también tienen su espacio entre coles rizadas y aguacates sin aliñar. 

Para muestra, un paseo por su cuenta de Instagram confirma que Cara no miente. Colosales hamburguesas, helados y tiras de bacon por doquier le han servido para cargarse los estereotipos a bocados y reivindicar el fast food. Y, como no hay nada que no rentabilice, la top ya ha posado rodeada de su comida favorita bajo el titular I Love Bacon; se disfrazó de vestirse de huevo frito en Halloween mientras su mejor amiga, Georgia May Jagger, se vestía de tira de bacon; y en una Semana de la Moda milanesa apareció enfundada en un chándal con estampado de pizza de la firma Beloved.

Que, por cierto, es la otra comida favorita de Cara. Eso que en cualquier mortal es a lo sumo un placer culpable y que en una top deriva en absoluta excentricidad.

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