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domingo, septiembre 24

Si hubiera sido un puente...



(Un texto de Guillermo Fatás en el Heraldo de Aragón del 23 de julio de 2017)

Si la Torre Nueva de Zaragoza, derribada por acuerdo del pleno municipal hace ahora
125 años, hubiera sido un puente, el alcalde Sala hubiera dispuesto su reparación.

¿Pudo salvarse la Torre Nueva de Zaragoza? ¿O es una ilusión retrospectiva y anacrónica? Ningún autor defiende la decisión del Ayuntamiento en 1892, hace ahora siglo y cuarto, de derribar la torre, alzada en 1504 por acuerdo del concejo. Un fino estudio del caso es el de José Laborda Yneva, arquitecto y profesor muy interesado en la historia de los edificios. En 2004 publicó el libro 'La Torre Nueva a través de sus informes técnicos' (IFC). Los recogió íntegramente desde 1758 -fecha del primero conocido- hasta el año fatal.

No defiende la destrucción de la Torre. Con mente de naturalista, observa y describe sin tomar partido, o no visiblemente. Estudia con reposo lo que dijeron y prescribieron los arquitectos e ingenieros que repetidamente razonaron sobre el riesgo de derrumbamiento de un monumento de gran envergadura, sito en pleno centro urbano, aquejado de los males de la edad -que no siempre son terminales, ni mucho menos- y característicamente inclinado: más de dos metros y medio, que no aumentaron durante todos los siglos de su larga existencia, ni siquiera cuando se propaló la idea de su estado de ruina, derivada más bien de la caída de cascotes de la parte alta.

Los viajeros no dejaban de admirar la mezcla de belleza, funcionalidad y anécdota que era la gran y elevada torre con reloj de la capital de Aragón. De ahí que se conserven tantas imágenes suyas firmadas por artistas españoles y extranjeros, que la encontraban opulenta y altiva, hermosa y pintoresca, como construida en un siglo en que a Zaragoza se la llamó 'la harta'.

El último informe técnico sobre el estado de la construcción fue redactado en términos significativos, pero no taxativos. No se quiso encomendar a técnicos locales. La Real Academia de Bellas Artes de San Fernando envió a dos de sus numerarios, de edades que rondaban los setenta años. Se llamaban Simeón Ávalos y Antonio Ruiz de Salces. La frase nuclear de su escrito dice así: «(La Torre) se halla en estado de verdadera ruina progresiva con propensión a inminente (...) si bien es de todo punto imposible fijar el tiempo que empleará en recorrer el primer periodo y llegar a este último estado».

Maneras de entender

Había, y hay, modos de entender este aserto. Por ejemplo: «Esto se vendrá abajo sin avisan>. O así -como parece preferible-: «La Torre Nueva se sigue deteriorando, pero no está en ruina inminente ni se puede saber cuándo se dará la circunstancia».

Podría, pues, haberse mantenido la vigilancia, junto con el remedio de daños visibles, como se venía haciendo: mediado el siglo, José de Yarza había reforzado la base. Eso implicaba algún riesgo, pero muchos estimaban que, de llegar la inminencia de ruina, podría advertirse a tiempo. Laborda interpreta así el dictamen de Ávalos y Ruiz: habrá que demolerla sin demasiada prisa, pero sin descuidarse.

Una pregunta procedente hubiera sido: ¿podemos mantener vigilada la Torre por un tiempo, hasta que se detecte la ruina inminente, si es que llega a darse tal cosa? Porque -añado- en 1892 ya se usaba el hormigón armado en Francia y en 1898 se dio a conocer en nuestro país, sobre todo por José Eugenio Ribera. ¿No hubiera aguantado seis años más? ¿Por qué destruirla ya, si no era obvio el desastre?

Algunos técnicos, pocos años antes (1868, 1869), habían opinado que la Torre era estable y que no debía «temerse un cataclismo». Y entre los alarmistas, los hubo que disparataron, como quienes habían achacado los males a la acción oculta de las aguas del Ebro (1891).

¿Digna de conservarse?

Probablemente lo peor fue la mentalidad de la mayoría de los ediles. En 1849 habían sido capaces de elevar formalmente esta consulta: «Si la Torre (...) es digna de conservarse por su mérito artístico». No estaban seguros.

La Real Academia de Bellas Artes de San Fernando había, finalmente, recomendado convocar un concurso para reparar la Torre Nueva. Y, en el pleno municipal del 10 de febrero de 1892, el alcalde, Esteban Alejandro Sala Santanac, desveló involuntariamente su pensamiento, envuelto en una larga perorata artístico-legal, con esta frase morrocotuda: «Si se tratara de un puente sobre el río o de otra obra indispensablemente necesaria, que exigiera un sacrificio ineludible, el Ayuntamiento lo haría». Pero no para «la clase de monumento de que se trata, por más cariño que le tenga». Dos días más tarde, el pleno aprobaba el derribo, con una coletilla que por sí sola define a aquel concejo: que el Ministerio de Fomento declare si quiere a la Torre Nueva monumento nacional y que corra con los gastos.

Alguna vez he pensado si la hija del alcalde, Leonor Sala Ruiz, pagó luego la erección de las dos torres del Pilar que dan al Ebro (concluidas en 1961) movida por algún difuso cargo de conciencia a causa de la conducta paterna.

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