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miércoles, julio 30

Aleksandr Pushkin: el poeta y su música



(La columna de Manuel Hidalgo en El Mundo del 7 de febrero de 2014)

El 27 de enero de 1837 Aleksandr Pushkin se batió en duelo de pistola en San Petersburgo con el militar francés Georges-Charles D'Anthès, a la sazón cuñado suyo. El escritor estaba casado con la guapísima y zascandil Natalia Goncharova, con quien había tenido cuatro hijos en seis años de matrimonio. Natalia daba mucho que hablar y, al parecer, había tenido un amorío con el franchute. Para tapar el escándalo, se había urdido una boda entre D'Anthès y una hermana de la Goncharova. Pero Natalia y Georges volvieron a verse. A manos de Pushkin llegó un anónimo que le tachaba de cornudo, y Aleksandr retó a duelo a Georges.

Le tocó disparar primero al francés, que hirió mortalmente a Pushkin, el cual, en su turno de disparo, sólo llegó a encajar su bala en un brazo del militar.

En su lecho de muerte, Pushkin perdonó a D'Anthès, pero no sirvió -los duelos estaban prohibidos- para evitar la prisión del militar y su posterior -y amañada- expulsión del país. D'Anthès llegaría a ser un relevante político en Francia. Pushkin falleció a los dos días del duelo y, para evitar disturbios, su funeral y su entierro en el monasterio de Sviatogorsky se celebraron de tapadillo. Era la máxima gloria de las letras rusas, el considerado fundador de la moderna literatura rusa que, bajo su influencia, estallaría en la segunda mitad del siglo XIX.

Pushkin ya era un experto en duelos, pues en su cercana juventud -amén de mantener ideas revolucionarias y de entregarse en cuerpo y alma a la literatura- había llevado una vida de crápula, jugador y juerguista, y había tenido amores peligrosos con mujeres casadas con gobernadores y generales. Altos riesgos.

Aleksandr Pushkin nació en Moscú en 1799 en una familia ligada a la nobleza y a la milicia. Fue educado y criado por preceptores y ayas que le inculcaron el amor a la literatura francesa culta y, al mismo tiempo, la pasión por las leyendas y relatos populares rusos. Devoraba la abundantísima biblioteca de su padre y estudió en el liceo más prestigioso de la ciudad, el que preparaba a las clases dirigentes. Con sólo 18 años, el poema Ruslan y Liudmila lo consagró. Ingresó en Asuntos Exteriores al servicio del Estado.

Pero tanto algunas de sus obras como su comportamiento público denotaban ideas ateas, volterianas y levantiscas. Entró en contacto con los círculos antizaristas que luego desembocarían en el movimiento decembrista, así llamado porque, en diciembre de 1825, protagonizó una revuelta contra el zar que acabó en carnicería. Pushkin no pudo participar en ella porque, en 1820, ya había sido enviado al exilio y luego recluido en el campo, aislado en una hacienda familiar.

El destierro le llevó al Cáucaso y a Crimea, primero, y de aquella etapa, siempre convulsa por la política y por su vida personal, surgió el poema narrativo El prisionero del Cáucaso (1821), […], los infaustos amores en un escenario de guerra entre un prisionero ruso y una muchacha circasiana que lo reconforta arriesgando su pellejo. Pushkin tenía 22 años cuando lo terminó: la maravilla de un genio.

El texto sirvió de base para una ópera (1857) del compositor ruso César Cui. Las grandes obras maestras de Aleksandr Pushkin han dado lugar a óperas no menos magistrales y decisivas en la historia de la música. Pensemos solamente en Eugenio Oneguin y Boris Godunov, libros publicados en 1831 tras ocho y cinco años, respectivamente, de elaboración. El primero, novela en verso, sobre los amores imposibles -con duelo de por medio- del rico Eugenio y la apasionada Tatiana, dio lugar a la ópera del mismo título de Piotr Ilich Chaikovski estrenada en 1879. El segundo, drama histórico en prosa y verso, de ecos shakespearianos y tono romántico, se transformó en la ópera homónima compuesta y estrenada por Modest Mussorgski en 1874.

Eran años, por cierto, en que la literatura de Pushkin volvía a ser ensalzada después de haber pasado por algunas décadas de relativo olvido. Fue Fiodor Dostoievski, que también nació en Moscú y murió en San Petersburgo -la ciudad más vinculada a Pushkin- quien más se batió el cobre, y con éxito muy duradero, por la reivindicación del autor de El prisionero del Cáucaso. Es preciso tener en cuenta que, aunque Pushkin, como ha quedado dicho, también se nutrió de historias populares rusas, su obra se asentó en buena parte sobre bases del romanticismo y del clasicismo, a partir de fuentes (francesas e, incluso, alemanas) que resultaron, en un momento dado, demasiado ajenas y cosmopolitas para una corriente emergente de la literatura rusa que, como sucedería en otros países, iba a fraguar en un llamémosle crudo realismo que, simplificando, no parecía que pudiera avenirse bien con el intenso ramalazo lirico de la obra de nuestro escritor. Sin embargo, y en parte por su aliento revolucionario, fue recuperado, y hasta hoy.

Si con Alejandro I le fue fatal a Pushkin, pues lo mandó al exilio, no le fue mucho mejor con su sucesor, Nicolás I, que le tendió una sutil trampa. Subiendo al trono Nicolás I en 1825 se produjo la masacrada revuelta decembrista. Nicolás sabía que Pushkin no había podido participar -andaba confinado en Odessa-, pero conocía su simpatía hacia los detractores del poder imperial.

A Nicolás I se le ocurrió el ardid de atraer a Pushkin a su corte, con una especie de perdón o gesto reconciliatorio, con la promesa de apoyarlo, de impulsarlo, de darle libertad. Pero lo que sucedió, en buena medida, es que Nicolás I acabó convirtiéndose en su primer censor y no le libró del acoso de los funcionarios policiales de su régimen. Quería tenerlo cerca y controlado. Pushkin se mosqueó, hizo algunos viajes y estancias fuera de Moscú y, finalmente, y tras casarse con Natalia Goncharova, acabó largándose a San Petersburgo en 1831. Para colmo, parece ser que Nicolás I también merodeó a Natalia, que -está visto- era una mujer que no escondía su atractivo y que era propensa a dejarse querer.

El prisionero del Cáucaso se lee con fruición, su historia es tristemente hermosa y su prosa en verso es de una belleza que arrebata.   

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