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jueves, mayo 30

Niños y abuelos



(La sección de Eduardo Punset en el XLSemanal del 19 de septiembre de 2010)

Es muy probable que la mejor obra de Víctor Hugo haya sido El arte de ser abuelo, un caudal inagotable de sabiduría e instrucciones precisas para que los abuelos puedan entrar de lleno en el fascinante mundo de los niños. Es la quinta esencia de la capacidad de innovar. 

Los abuelos descubren que hay dos maneras de pensar: una que es propia de los artistas y los niños y la otra que es la metodología científica. La primera se mueve impulsada por la imaginación, la intuición, y su manera natural de expresarse es mediante fórmulas innovadoras. En ese tipo de pensamiento no importa en absoluto romper los cánones de la realidad; esta última se puede triturar y poner en su lugar diseños fabulosamente irracionales. Los abuelos de verdad, después de tantos años de engaños sorteando pequeñeces sórdidas, se dejan embrujar por los universos repletos de sueños de la infancia. Los habían olvidado. No pueden compararse con el mundo ajeno que acaban de dejar atrás. 

El pensamiento científico es la única flor en el desierto del pensamiento adulto, pero es extremadamente minoritario entre tanto pensamiento dogmático, heredado de los exorcismos surgidos en torno a la hoguera de los primitivos. Sólo lo salva una condición única y extraordinaria, que lo hace respetable, por una parte, y lo arranca, por otra, de los sueños en los que se desenvuelve el niño. Me refiero, claro está, al hecho de que el pensamiento científico se apoya en los hombros gigantes de los sabios del pasado. Los niños y los artistas, no. No cuentan con la sanción de las grandes mentes del pasado, pero tienen la libertad de inventar otros universos surgidos de la nada o de los genes. 

Los abuelos, que han pasado toda su vida contando, tienen la posibilidad de pensar –al jugar con sus nietos– cómo surgieron los números; no habían tenido nunca tiempo de pensar en ellos como ahora lo hacen los niños. Estos últimos, tanto como los abuelos descubren que el número uno fue expresado primero, con toda probabilidad, como una barra. Los chinos, en cambio, prefirieron dibujar una línea horizontal para el número uno, y dos luego y tres líneas para mostrar el tres; pero, claro, no podían continuar así todo el rato y tuvieron que inventar algo distinto. 

Ahora bien, el gran descubrimiento no fue tanto el diseño de los números –esto estaba al alcance de niños y abuelos–, sino cómo utilizarlos y mezclarlos después sumando, restando o dividiendo. Contamos con pruebas de que se recurrió a las cuerdas y los nudos para medir las distancias. En la Biblia se habla de tensores de cuerdas y en griego la palabra ‘hipotenusa’ quiere decir «lo que se estira a lo largo de algo».
Ahora que tengo tiempo de pensar, no tanto en el invento de los números como en su impacto indescriptible en la mentalidad de la gente, flipo. El poder de los números para transformar la conducta de las personas es alucinante. Tomen, por ejemplo, uno de los impactos más frecuentes y, sin embargo, desconocidos por tanta gente: el llamado ‘efecto ancla’ de los números. Hagan la prueba conmigo. Formulemos la siguiente pregunta a nuestra vecina: «¿Cuántos habitantes tiene Turquía? (Dime antes si la cifra es mayor o menor de cinco millones)». La mayoría contestará que es mayor de cinco y que su población total oscilará en torno a los 20 millones. Ahora bien, si hacemos la misma pregunta a otro grupo al que apostillamos que nos diga primero si su población total es mayor o menor de 240 millones, nos contestarán, en promedio, que la población de Turquía es de unos 180 millones de personas. El peso del ‘número ancla’ que les mencionamos al hacer la pregunta es aplastante.