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viernes, mayo 31

El delta del Po, tierras de agua



(Un artículo de Luis Miguel Torras en el suplemento dominical del Periódico de Aragón del 26 de agosto de 2012)
“Es la tierra más joven de Italia, el mayor humedal del país”, dice el joven Simone, que en esta calurosa jornada nos lleva a navegar por el delta del río Po equipado con mapa, prismáticos y un chaleco verde campestre. La barca no tiene nombre. Es una de esas embarcaciones anodinas que recorren el cauce del mayor río italiano, que tras estirarse a lo largo de la llanura padana, se vierte en el mar Adriático. Una barcaza para grupos de turistas, con poco calado, para no quedar varados en el lodo. Avanzamos a unos tres nudos por estas aguas mansas. Los altos cañaverales no dejan ver más allá de la orilla. En cuanto oyen el motor cerca, las garzas alzan el vuelo y los ánades se ponen a cubierto.

“Explico que es la tierra más joven, 1.300 kilómetros cuadrados, porque ha ido adentrándose en el Adriático hasta alcanzar 40 kilómetros sobre la línea de la costa y porque el hombre ha modificado el curso natural de la desembocadura. Hace 500 años, esto era unas marismas insalubres, terrenos de caza y de pesca para los nobles venecianos”. 

Como en muchos otros deltas, la historia y sus avatares modificó aquí la cartografía, pellizcó los mapas. “A principios del XVI, el poderoso gobierno de la Serenísima República de Venecia ordenó desviar el brazo septentrional del Po, en Taglio di Po hasta los alrededores de Adria, y al desviar las aguas más al sur, hacia la bolsa de Goro, se evitó que se llenara de arena la laguna veneciana”, detalla el guía. Y como la ciudad de los canales, aquí se sostiene esta vasta llanura natural y domesticada en permanente pulso con el mar. “Hay terrenos cinco metros o más por debajo del nivel del mar. Suerte de las barreras naturales, de las dunas fósiles y de los 38 extractores que bombean el agua; de lo contrario, el paisaje sería otro?, apunta. Todavía muchos mayores recuerdan aquí la gran inundación del año 51.

Al igual que ocurre en el delta del Ebro y en otros ecosistemas, la cuña salina también es un problema: va ganando terreno. “Y la salinidad no permite muchos cultivos aparte del arroz”, añade Simone, que no oculta que tomar agua de los acuíferos para el consumo humano, para la agricultura y para las empresas petroquímicas que se instalaron aquí tiene en jaque este horizonte raso.

Avanzamos por las aguas tranquilas en este parque regional del delta del Po, que se reparten nueve municipios. La parte norte del delta, administrativamente hablando, pertenece a la región del Véneto y las tierras del sur, a la Emilia Romagna. Y eso, por lo visto, también es problemático. “Es difícil ponerse de acuerdo con los vecinos de la otra mitad. Incluso a ambos lados hay pueblos todavía contrarios a la declaración de parque natural y la normativa que eso conlleva, porque en su día se paralizó la instalación de más industrias pesadas y fueron puestos de trabajo que se perdieron”, dirá más tarde un político local de Rovigo, sentados a la mesa mientras damos cuenta de una excelente perca asada. “Brasas, aceite de oliva y sal gruesa, para qué más”, añade gesticulando mucho.

Él se siente orgulloso de vivir en esta planicie, alejado de esa trampa acuática para turistas, así la define, en la que se convirtió Venecia. A pesar del viento del siroco que levanta el mar y altera los nervios. De los mosquitos del verano. De la niebla y la escarcha del invierno. Y de que para todo haya que coger la maquina, el coche, ahora que Italia ya anda por los dos euros el litro. “A mí el delta me gusta todo el año, playas tienes las que quieras, las de Rosolina Mare, por ejemplo, pero en primavera y en otoño es ideal si uno lo que quiere es observar pájaros”, asegura. Esta mañana precisamente hemos localizado una colonia de flamencos. Como un espejismo rosado sobre una fina lámina de agua rizada, con un mar verdoso de pinos de fondo. Una imagen bella, aunque lejos hasta para los teleobjetivos.
Con el paseo en barca y el almuerzo disculpen si a estas alturas no les hemos ubicado del todo en el mapa de la bota de Italia. Estamos a una hora hacia el sur del aeropuerto Marco Polo de Venecia. Y a otra hora larga del aeropuerto de Bolonia. La ciudad de Ferrara, con ese casco histórico de piedras del Renacimiento, patrimonio de la Humanidad, que quedó tocado la pasada primavera por culpa de los terremotos, es la puerta de entrada al delta. Y si se opta por navegar, una opción es acercarse hasta la marina de Porto Tolle. Aquí ya se huele el mar Adriático. Varias empresas ofrecen alquiler de embarcaciones, con o sin patrón, auténticas viviendas flotantes. Y si uno se lo propone, puede llegar hasta Venecia por mar, que también tiene su encanto. De hecho, hay vías navegables que conectan las localidades de Cremona, Mantua, Verona, Padua, Treviso o Rovigo. De hecho, el río Po es navegable desde Cremona hasta su desembocadura: 292 kilómetros en total. El organismo que regula este recurso es la Unión de la Navegación Interna Italiana.
De momento, nosotros seguimos a  motor por este brazo sin fuerza del Po, por el Po de maistra.

Saludamos ahora a unos pescadores que, equipados con pantalones, gorras y chalecos mimetizados, comparten un pequeño bote de remos. “Son de la República Checa. Vienen a pescar siluros: cien kilos de un pez feísimo que está acabando con otras especies”, informa nuestro patrón. Le contamos que en los pantanos del Ebro pasa igual y asiente. “También tenemos problemas con otra especie introducida: la nutria. Hacen galerías y arrasan con todo”.
Ya en tierra, acudimos a conocer otro paisaje: las dunas fósiles en las que los pinos luchan contra la aridez y la sal. Al otro lado, una lámina de agua rizada por el viento y, pegadas a la orilla, unas casetas de madera de las que salen unas pasarelas de varios metros sujetadas por pilones. Entramos en una de ellas y lo primero que vemos es una báscula y varios sacos de rejilla azul llenos de almejas. Si permanecemos en silencio, se puede oír el sonido que producen al abrirse y cerrarse. “Aquí hacemos agricultura en el mar, esto es un huerto marino”, resume un mariscador, la cara y las manos surcadas de grietas. “Estas son de la variedad vongole veraci, aunque también tenemos filipinas, que crecen más rápido. En las bateas también criamos mejillones. Y también hay piscifactorías para doradas, lubinas, mujoles...”, añade. Esta actividad económica ha permitido a mucha gente de la zona, unas 1.500 personas, quedarse aquí y no emigrar a las ciudades del interior.
La especie que ahora nos mueve a desplazarnos por una carretera estrecha hacia la localidad cercana de Comacchio es otra: la anguila. De aquí salen 50 toneladas cada año, la mayoría para la exportación. En Comacchio y sus alrededores es donde el cineasta Bigas Luna rodó gran parte de las escenas de Bámbola (1996), aquella mala historia de contenido erótico protagonizada por una Valeria Marini y un Jorge Perugorría entrados en carnes, donde las anguilas también tenían sus húmedos momentos de gloria.
En el Museo de la Anguila de Comacchio no hay carteles de este película, pero sí de una espectacular Sophia Loren en La donna del fiume, una película de 1955 en la que ella trabajaba en una fábrica en la que se ahumaban y cortaban anguilas. La visita es apasionante para conocer el proceso de captura, el transporte en la marota, la embarcación semihundida para mantenerlas vivas, y su preparación. Claro que lo mejor viene después, cuando al caer la tarde, en el canal principal, las luces se encienden y uno puede meterse en cualquiera de los restaurantes que se asoman a degustar platos con esos productos criados entre este mar y esta tierra.

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