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martes, julio 17

Salvar al `soldado´ Rembrandt

(Un artículo de Antonio Padilla en el XLSemanal del 15 de abril)

Eran quince hombres con una misión: recuperar las obras de arte saqueadas por los nazis. Sin apenas medios, pero con convicción y empeño de detectives, evitaron que obras de Rembrandt, Vermeer o Miguel Ángel fuesen destruidas. Un libro, `Los hombres de los monumentos´, recupera la labor de estos otros héroes de guerra.[...]

El capitán Robert Posey sufría dolor de muelas aquel día de marzo de 1945. Integrante del Tercer Ejército estadounidense comandado por el general Patton, Posey se encontraba en la recién liberada ciudad alemana de Tréveris, famosa por ser la cuna de Karl Marx. El dolor de su boca era insoportable, con el agravante de que el dentista militar más próximo se encontraba a más de 150 kilómetros de distancia, al otro lado de la frontera con Francia. En compañía de su asistente, el soldado de primera clase Lincoln Kirstein, buscó por la ciudad hasta encontrar una puerta de la que pendía un letrero con forma de diente. La visita resultó providencial, y no solo para las muelas del capitán. Enterado de la muy especial misión asignada a Posey y Kirstein, el dentista aventuró: «Tal vez les interese hablar con mi yerno. Ha estudiado Arte y conoce Francia...».

En su casa, el yerno pronto dejó las cosas claras. Sus conocimientos tenían un precio. Había sido capitán en las SS y quería un salvoconducto para salir de Alemania con su familia. Posey no le prometió nada. El yerno lo pensó un momento. Bebió un trago de coñac, se levantó y salió de la habitación. Al cabo de un rato volvió con un volumen encuadernado. Un catálogo de obras de arte robadas en Francia: título, dimensiones, tasa de cambio, propietario original. Asombrado, Posey acertó a preguntar: «¿Qué sabe de La adoración del cordero místico, de Van Eyck?». «La obra pasó a formar parte de la gran colección personal del Führer», respondió, y con el índice señaló un punto en el mapa en los Alpes austriacos, cerca de Linz. «Esa obra está aquí, escondida en la vieja mina de sal de Altaussee». Posey y Kirstein estaban atónitos, demasiado para decir algo. Hasta entonces nadie en el bando aliado sabía que Hitler disponía de su personal `sala del tesoro´.

La misión muy especial de Posey y su asistente era rastrear, localizar y recuperar objetos artísticos requisados por los alemanes. Ambos eran integrantes del Programa de Monumentos, Bellas Artes y Archivos (MFAA en sus siglas inglesas), una sección del Ejército aliado creada en 1943 para proteger los monumentos históricos y culturales de los daños de la guerra. A medida que la contienda progresaba y las tropas angloamericanas se abrían paso en Europa, a «los hombres de Monumentos» –como eran conocidos— se les acumulaba el trabajo. Era sabido que los alemanes habían confiscado y trasladado al Reich incontables obras de arte procedentes de la Europa ocupada. El saqueo de hecho se había iniciado antes de la guerra, en propio suelo germano, con la requisa de obras pertenecientes a familias judías adineradas.

Tras el estallido de la contienda, el expolio artístico cobró dimensiones continentales. Un operativo gigantesco y sistemático, ejecutado por militares a partir de inventarios secretos elaborados por académicos y especialistas en arte alemanes. El resultado: el mayor saqueo de la historia. El objetivo:
la transformación de Berlín en «la nueva Roma».

Pintor y arquitecto frustrado, el Führer se había quedado impresionado en 1938 con la monumentalidad de las ruinas de Roma. En el curso de una posterior visita a Florencia en compañía de Mussolini, pasó más de tres horas en la Galería de los Uffizi contemplando extasiado sus célebres obras de arte. Unos pasos por detrás, el Duce, quien nunca en la vida había pisado un museo por iniciativa propia, resoplaba exasperado: «Tutti questi quadri...»
 
Roma despertó en él la idea del imperio, pero los designios de Hitler no se limitaban a la construcción de edificios monumentales en la capital del Reich. Con la ayuda de su arquitecto de cámara, Albert Speer, el Führer también tenía proyectada la transformación de Linz –la ciudad austriaca de sus años de juventud, en la que estaban enterrados sus padres–en el centro cultural de toda Europa. En Linz haría construir un teatro de la ópera, una gran biblioteca, un colosal mausoleo que albergaría su tumba y, en el centro, el Führermuseum, el más imponente y espectacular museo de arte del mundo.

Tras el desembarco en Normandía de 1944, los aliados empezaron a hacerse una idea del alcance del expolio hitleriano. Los especialistas e historiadores del arte asignados al MFAA comprendieron que se encontraban ante un gigantesco rompecabezas. Carecían de los medios más elementales –tan solo uno de los oficiales del MFAA tenía vehículo propio, y este era un Volkswagen capturado a los alemanes–, pero pusieron en marcha una improvisada labor detectivesca. Sus pesquisas e interrogatorios los llevaron a saber que los nazis contaban con centenares de depósitos de obras de arte escondidos en suelo alemán en los que había desde simples obras de artesanía hasta obras de valor incalculable.

Los hombres de monumentos se encontraron con una complicación adicional. No podía hablarse de un solo expolio artístico, sino que en realidad se habían dado dos operativos alemanes de expropiación de obras: a la masiva requisa hitleriana se sumaba el saqueo organizado en paralelo por la mano derecha del propio Führer, el mariscal Göring. Amante de los uniformes de fantasía cortados a medida, de los diamantes y del champán francés, el sátrapa Göring estaba empeñado en nutrir su propia y fastuosa colección personal. Y cuando se trataba de robar objetos artísticos de grandes dimensiones, se limitaba a enganchar un vagón más a su tren privado, cual césar llevándose el botín de guerra a remolque del carro imperial.

Uno de los primeros en ser consciente de la dimensión del saqueo fue el teniente George Stout. Conservacionista de formación, instó a crear un equipo de hombres que se dedicase a preservar el arte en los territorios en que los aliados avanzaban. En 1943 logró que le dejasen organizar una unidad –aunque ni siquiera le dieron ese nombre– integrada por 15 hombres, la MFAA. Siete se quedarían en el cuartel general para investigar y catalogar y ocho irían con diferentes unidades del ejército. A esos ocho hombres se les encargó preservar cualquier monumento importante entre el canal de la Mancha y Berlín. Pero a medida que se constataba la importancia del arte requisado por los nazis, los hombres de Monumentos fueron aumentando, hasta llegar a ser unos 350; la mayoría, expertos en arte reconvertidos en militares, operando contrarreloj. Su investigación, además, ni por asomo estaba exenta de los riesgos del resto de los soldados: un agente británico murió despedazado por una bomba, mientras que otro estadounidense fue abatido por un francotirador alemán. Los heridos de gravedad fueron muchos más. El valor y la dedicación de estos héroes no tardó en rendir frutos. El 7 de abril de 1945 se encontró la mina de potasio de Merkers, al suroeste de Berlín. Allí, a 800 metros de profundidad, se hallaron –además de obras de arte– lingotes de oro, maletas con diamantes..., lo cual llamó la atención de los medios. Y dio alas a los hombres de Monumentos.

Otro de los hallazgos más espectaculares fue la mina de Bernterode, en el sur de Alemania. El 1 de mayo de 1945, el teniente Stout se adentró con gran precaución en la mina. En el interior había cuatrocientas mil toneladas de explosivos. Lo que vio lo dejó estupefacto: además de un conjunto de tesoros artísticos, había 225 banderas y estandartes militares, tapices ornamentales... y varios ataúdes con los restos de Federico I, el mariscal Von Hindenburg y Federico el Grande de Prusia. Y un féretro vacío con una anotación: «Adolf Hitler». Stout comentó que aquellas valiosas muestras del estado militar debían ser para que el nuevo Reich pudiera constituirse sobre un pasado glorioso. Stout aún no lo sabía, pero el final del Tercer Reich ya era un hecho. Hitler se había suicidado la víspera en Berlín.

Las últimas órdenes del Führer antes de suicidarse habían sido las de aplicar una política de tierra quemada en Alemania, y los nazis más fanáticos entendían que la hitleriana orden de destrucción tenía que ser extendida a las obras de arte acumuladas durante años de saqueo. Los hombres de Monumentos de nuevo fueron providenciales esos días de mayo de 1945. Con la ayuda de elementos locales, en el último minuto evitaron la voladura del principal de los depósitos artísticos en todo el Reich, el revelado al capitán Posey por el yerno del dentista de Tréveris: la vieja mina de sal de Altaussee, en los Alpes austriacos. Los agentes del MFAA se quedaron extasiados al descubrir 6577 pinturas acumuladas en sus túneles; entre ellas, obras de Miguel Ángel, Vermeer o Van Eyck.

Göring fue detenido por los soldados estadounidenses el 9 de mayo de 1945. Antes de suicidarse con cianuro en su celda, el mariscal se quedó anonadado al enterarse de que una de sus preciadas posesiones, Cristo y la mujer adúltera, de Jan Vermeer, era una falsificación. El falsificador, un truhán holandés, fue jaleado como un héroe cuando se supo que había embaucado al mariscal nazi. Stewart Leonard, uno de los hombres de Monumentos, fue quien dio la noticia a Göring. Más tarde diría que, por su desolación, «parecía que se daba cuenta por primera vez de que en el mundo existe la maldad».