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viernes, abril 6

Pandemia medieval

(Una carta del director de El Mundo del 3 de mayo de 2009)

Según el cronista medieval Gabriele de Mussis, todo comenzó a finales de 1346 cuando los mongoles liderados por Kipchak Khan que sitiaban el enclave genovés del puerto de Caffa, en la península de Crimea, comenzaron a catapultar los cadáveres de sus propios difuntos al interior del recinto fortificado: «Parecía como si estuvieran arrojando contra la ciudad montañas de muertos y, aunque hundían el mayor número de cuerpos que podían en el mar, los cristianos no tenían ni cómo esconderse ni cómo escapar de ellos».

Para unos, De Mussis fue el notario del primer episodio de guerra biológica de la Historia; para otros, tan sólo el inventor del periodismo amarillo. El caso es que Caffa era el lugar de procedencia de los barcos genoveses que en octubre del año siguiente atracaron en el puerto siciliano de Messina, con numerosos tripulantes muertos o moribundos enganchados a sus remos. Las víctimas eran fácilmente reconocibles por los forúnculos negros, a veces del tamaño de un huevo, que brotaban de sus axilas y sus ingles y por las pústulas no menos repugnantes que supuraban sobre otras zonas de su piel.

Pronto gran parte de los habitantes de tan desafortunado lugar de amarre quedaron contagiados y comenzaron a morir dolorosamente en intervalos de entre tres y cinco días desde el momento de la incubación del mal. Era la peste bubónica que en enero de 1348 penetró en Francia a través de Marsella y en el Norte de Africa vía Túnez y en la noche de San Juan ya infectaba a los habitantes del condado británico de Dorset que celebraban la fiesta de las hogueras junto a un grupo de marineros gascones llegados de Francia al servicio de los Plantagenet.

El contagio era tan fulminante que el médico francés Simon de Covino llegó a aventurar que un solo enfermo «podía infectar al mundo entero». De acuerdo con el balance, tal vez exagerado, del entonces adolescente Jean de Froissart, para finales de 1350 «un tercio» de quienes habitaban entre la India e Islandia había perecido. Mirando las cosas con la mentalidad de la época, nuestro contemporáneo Simon Schama alega que «debió dar la impresión de que Dios había decidido que crear la raza humana había sido una equivocación».

Cuando las procesiones destinadas a aplacar la ira del supremo hacedor tuvieron que ser prohibidas por haberse convertido en el marco más seguro de propagación de la epidemia, las compañías de flagelantes se entregaron al pillaje antisemita y un obispo permitió que cualquiera -incluidas, en caso verdaderamente extremo, las mujeres- pudiera confesar a un moribundo, muchos creyeron que, como escribió un cronista de Siena, simplemente «había llegado el fin del mundo». Y el síntoma definitivo fue el grave terremoto que en enero de 1348, cuando mayor era la virulencia de la transmisión de la peste, dejó un surco de destrucción y ruina que atravesaba Italia desde Nápoles a Venecia.

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[...] Mucho más que la propia tasa de mortalidad o las condiciones terribles en las que agonizaban las víctimas de la Peste Negra, lo que desde nuestra perspectiva produce una mezcla de espanto y compasión retrospectiva es el hecho de que ni uno sólo de los muertos, ni uno sólo de los supervivientes llegó a averiguar lo que les había ocurrido.Quienes no se conformaban con plegarse al castigo divino oscilaban entre creer que la infección se transmitía con la mirada a establecer como, formal y solemnemente hizo el claustro de la Sorbona, que era fruto de la inopinada conjunción de tres planetas.

Conmociona pensar que no fue hasta finales del siglo XIX, más de 500 años después de los hechos, cuando Alexandre Yersin descubrió la bacteria -de ahí su denominación de yersinia pestis- que, transmitida por las pulgas y las ratas que siempre acompañaban a los marineros y se enseñoreaban de los insalubres núcleos urbanos, había causado tan tremenda escabechina. El conocimiento científico se convertía así en el más preciado fruto de la era del racionalismo, después de una interminable noche de cerrada oscuridad durante la que los galenos camuflaban su ignorancia tras sus latinajos y rituales, sus referencias a la astrología o sus pobres trucos de curanderos, contentándose a lo sumo con asomar la nariz por la ventana del empirismo a través de experiencias prácticas como la que Rembrandt reflejó en su Lección de Anatomía.

La otra gran diferencia entre lo que sucede hoy y cualquier episodio del pasado es el altísimo nivel de información que permite a cada individuo encuadrar su experiencia en el contexto general. Al escribir sobre lo ocurrido a mediados del XIV, tanto Tuchman como Schama detuvieron su mirada sobre el enternecedor manuscrito del fraile John Clyn que en la abadía irlandesa de Kilkenney llevaba un diario de la epidemia «para impedir que las cosas que deben ser recordadas perezcan con el tiempo y se desvanezcan de la memoria de quienes vengan detrás de nosotros». Sus últimas líneas advierten que deja «espacio en el pergamino por si, por casualidad, algún hombre sobrevive y alguien de la raza de Adán escapa a esta pestilencia y puede continuar el trabajo que yo he comenzado».

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