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sábado, marzo 10

Pedro Mesía de la Cerda, (otro) héroe olvidado

(Aunque lo leí en otro sitio, indican que es un artículo de José Javier Esparza que se publicó el 31 de dicimebre en la sección "Héroes Españoles de la A a la Z" de la revista Época)

Mandaba el navío “GLORIOSO” con un enorme tesoro a bordo. Entre Las Azores y Cádiz se enfrentó a nada menos que 15 barcos ingleses. ¡Y salvó el tesoro!

Vamos a colocarnos en el tiempo: estamos a mediados del XVIII. Reina Fernando VI, el segundo Borbón. España ya no es el imperio invencible de antaño, pero es todavía una gran potencia. Buena parte de esa potencia se basa en la mar. Nuestros barcos dominan las rutas en el mediterráneo occidental, porque mante­nemos una relación estrechísima con el reino de Nápoles; también en el Atlántico, porque el tranco con los virreinatos americanos es muy intenso, e igualmente ocurre en el Pacífico, porque la comunicación con Filipinas es permanente. Los recursos del país vienen y van por mar. Como en la mar hay otras potencias -Inglaterra, Holanda, Francia-, frecuentemente hostiles, el tranco marítimo es un asunto militar de primera importancia. En eso vamos retrasados: la flota está hecha un desastre. El Marqués de la Ensenada intenta a toda prisa mo­dernizarla; aún no lo ha conseguido cuando ocurren los sucesos que vamos a contar. Pero, a falta de buenos barcos, hay excelentes marinos.

Uno de los escenarios fundamentales es el Atlán­tico. El flujo de navíos entre la América española y la península es intenso. Y apetitoso: continuamente cruzan la mar grandes barcos cargados de riquezas.

Todos hemos visto esas películas en las que un es­belto y audaz corsario inglés lleva a pique a un bar­co español capitaneado por un señor gordo y sucio, cuya hija se enamora inevitablemente del apuesto corsario. La verdad histórica es más bien la contra­ria y, además, nuestros marinos supieron sortear a los corsarios con mayor fortuna de lo que se cuenta. De hecho, por eso empezó una guerra. Porque Espa­ña estaba en guerra con Inglaterra, una vez más. Era la Guerra de la Oreja de Jenkins.

¿Quién era este Jenkins? Recordemos lo que ya hemos contado. Jenkins era un marino inglés, contrabandista. En 1738 compareció en la Cámara de los Comunes, en Londres. Los comerciantes in­gleses estaban hartos de que los barcos españoles apresaran a sus contrabandistas. Por eso llevaron a Jenkins al Parlamento. Jenkins subió al estrado e hizo algo impresionante: sacó una oreja y se la en­señó a los parlamentarios. Era su oreja. En una de sus correrías contrabandistas, el navio de Jenkins había sido apresado por un pequeño guardacostas español. Entonces el capitán español, Julio León Fandiño, sacó el sable, le cortó una oreja a Jenkins y dijo: “Ve y dile a tu rey que lo mismo le haré si a lo mismo se atreve”. Por eso estaba allí Jenkins, con su oreja. Inglaterra declaró la guerra a España.

En este paisaje, un barco se hace a la mar. Estamos en Cartagena de Indias, verano de 1747. El barco se llama Glorioso, un navio de 70 cañones. Lleva a bordo un enorme tesoro: mucho dinero, oro, joyas. Lo manda don Pedro Mesía de la Cerda, marino experto que ha combatido en Cerdeña, en Sicilia, en Oran. Su misión es llevar el tesoro a España. Los ingleses no tardan en enterarse de que ha zarpado la presa. Comienza la caza.

Nuestro barco, el Glorioso, ha llegado a las islas Azores. Aquí, en 1590, don Alonso de Bazán había derrotado a una escuadra inglesa. Pero ahora la situación es dis­tinta; ahora los españoles están en inferioridad. Y es precisamente aquí donde comienzan los problemas. Don Pedro divisa un nutrido convoy inglés: numerosos barcos mercantes, escoltados por un navio, una fragata y un paquebote de 20 cañones. Tiene órdenes muy estrictas: hay que llevar el tesoro a España a toda costa. Así que, raudo, ordena desplegar velas y salir zumbando. Pero los ingleses le han visto y salen en su búsqueda: el paquebote queda con el convoy y el navio Warwick y la fragata Lark salen tras esa presa, aparentemente fácil. La estrategia inglesa es letal: la fragata, peque­ña pero muy rápida, puede llegar hasta el Glorioso, cañonearlo, averiar su aparejo y, así, dejarlo inerme para que, acto seguido, el Warwick lo hunda. Pero el Glorioso es un hueso duro de roer. La Lark logra cañonearlo, pero los artilleros españoles con­testan y la destrozan. El Warwick lo alcanza, pero los españoles tiran mejor. El combate dura toda la noche. Cuando amanece, el Glorioso tiene daños serios, pero navega; por el contrario, la Lark se ha retirado y el Warwick se ha quedado sin palo mayor, clavado en el agua. El Glorioso ha ganado el primer asalto. El jefe del Warwick, el capitán Cro-oksanks, será juzgado por el Almirantazgo inglés y apartado del mando.

El Glorioso retomó camino mientras sus hombres reparaban los daños del combate. Ya quedaba poco para llegar a España: a lo lejos se divisaba la cos­ta gallega de Finisterre. Pero ese mismo día, 14 de agosto de 1747, aparece un nuevo enemigo, aún más poderoso: tres barcos ingleses, un navio de 6o caño­nes y dos fragatas. Esta vez la táctica inglesa fue dis­tinta: el navio atacó frontalmente a nuestro Glorio­so. Al cabo de tres horas de cañoneo, el barco inglés se retiraba hecho una ruina. Las fragatas se lanza­ron entonces a por el Glorioso, pero los cañones de don Pedro y su pericia lograron que nuestro barco se zafara de la persecución. El 16 de agosto atracaba en el puerto de Corcubión y don Pedro hacía cuen­ta de los daños: el bauprés hecho añicos, rotas mu­chas de las vergas y las jarcias, acribillada la popa, cinco muertos y 44 heridos. Pero detrás había deja­do a cinco barcos enemigos vencidos. ¿Había aca­bado la epopeya del Glorioso? No. Hecho de nuevo a la mar, para completar las reparaciones en mejor puerto -en los astilleros del Ferrol-, un fuerte viento contrario obliga a don Pedro a virar en redondo. Decide dirigirse a Cádiz. Una ruta peligrosa, llena de ingleses que están deseando vengar la derrota. El Glorioso logra sortearlos, pero al pasar el cabo de San Vicente se da de bruces con ¡10 barcos ingleses! Así comienza uno de los combates navales más impresionantes y desiguales de la historia.

Los ingleses atacan como la primera vez: lanzan­do primero a las fragatas para que averien al Glo­rioso y reservando a los navios más poderosos -en este caso, el Dctrmouth, de 6o cañones- para hun­dir al enemigo. Don Pedro hace frente a las fraga­tas: el Glorioso recibe daños, pero las fuerza a huir. Cuando llega el matador, el Darmouth, un proyec­til español acierta de lleno en la santabárbara del barco, que estalla en mil pedazos. Furiosos, los in­gleses envían más naves. Se combate de noche. Entra en escena un navio gigantesco, el Russell, de tres puentes y 8o cañones, con otras dos fragatas. A estas alturas el Glorioso ya está acribillado por todas partes, averiado, inmóvil en el agua, pero si­gue resistiendo hasta el amanecer. Hasta entonces no arría Don Pedro su pabellón. Tenía 33 muer­tos y 130 heridos, el barco lleno de agujeros… ¿Y el tesoro? El tesoro lo había dejado a buen recaudo en Corcubión. El marino español había cumplido su misión y, de paso, había destrozado una buena porción de la flota inglesa. Los británicos trataron a don Pedro Mesía de la Cerda como a un héroe. No era para menos.

Don Pedro también fue corsario, que no quiere decir pirata, sino que era el marino que fletaba, a veces por su cuenta, una misión al servicio de la Corona y con la autorización de esta. Una de las misiones que acometió Mesía de la Cerda, des­pués de su hazaña en el Glorioso, fue la limpieza de contrabandistas y otros maleantes en las costas americanas. Lo hizo por encargo expreso del Rey. Era 1752. Las instrucciones que le dio el secretario de Marina, el Marqués de la Ensenada, decían así: “El desorden con que los extranjeros, especial­mente los holandeses, infestan con ilícito comer­cio toda la costa de TierraFirme, faltando en esto a los tratados, y causando al legítimo comercio de los vasallos de Su Majestad y a su Real Erario gra­vísimos perjuicios, ha obligado a Su Majestad a to­mar la eficaz providencia de destinar fuerzas com­petentes de Mar, que aseguren aquellas costas, y las preserven en lo sucesivo de tan inveterado per­judicial abuso, a cargo de un oñcial de valor, con­ducta, celo y prudencia. Y concurriendo estas calidades en el Jefe de Escuadra Don Pedro Mesía de la Cerda, le ha elegido Su Majestad para esta empresa (…). Apresará todas cuantas embarcaciones holandesas encontrare en los parajes y rum­bos prohibidos por leyes de Indias, tratados y ordenanzas de corso, sin tener con ellas la menor contemplación (…). Apresará asimismo las embarcaciones francesas e inglesas que encontrare haciendo comercio ilícito en nuestras costas (…). Cuidará muy mucho don Pedro de la Cerda de que todos los oficiales y gente de la Escuadra guarden y cumplan con rectitud las ordenanzas de Marina, y en las ocasiones que se presenten, me dará cuenta de todo aquello que considere digno de la noticia de Su Majestad”.

Una cosa muy seria, pues, el corso. Hubo en Es­paña grandes corsarios que se convirtieron en un auténtico azote para los piratas, como- el ma­llorquín Toni Barceló, que en esa misma épo­ca diezmó a los berberiscos en el Mediterráneo.

Los grandes planes del Marqués de la Ensenada ya empezaban a dar frutos y la Armada española volvía a ser temible. No era sólo una cuestión de pericia militar, sino también de eficiencia técnica: hombres como Jorge Juan o Ulloa, dos grandes marinos científicos, pudieron desarrollar su talento gracias a esta política. El mismo Glorioso era fruto de aquel deseo de innovación: un barco moderno, muy robusto, ágil y al mismo tiempo con gran capacidad de fuego. En su recuerdo se botará después otro Glorioso, un navío de 68 cañones construido en El Ferrol, que estará en servicio en­tre 1755 y 1818.

En cuanto a don Pedro Mesía de la Cerda, la vida le deparaba todavía grandes misiones. Ascendido a teniente general de la Armada en 1755, con 61 años viajó a Nueva Granada -hoy Colombia y Ve­nezuela- como nuevo virrey de aquellas tierras. Y fue un buen virrey: paciñcó a los indios del Cho­có, revitalizó las obras públicas y la industria, re­organizó la Hacienda, fundó la Biblioteca Nacio­nal de Bogotá. Este era el tipo de gente que dirigía los virreinatos: personas de primer nivel. Se retiró don Pedro en 1773, ya anciano, y se instaló en Ma­drid. Aún viviría 10 años más, hasta 1783. La vida le ahorró la tragedia de Trafalgar. Mejor así.

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