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lunes, marzo 5

Nepotismo: el saqueo del duque de Riánsares I

(Extraído de un artículo de Gonzalo Ugidos en el Magazine del 12 de febrero)

[...] En 1833, torturado por la gota, moría en Madrid el rey felón Fernando VII. La última de sus cuatro esposas, María Cristina de Nápoles, princesa de Borbón de la rama de las Dos Sicilias, tenía sólo 27 años cuando tomó las riendas de la regencia de su hija mayor, la reina Isabel II.

Un día, paseando en calesa, empezó a sangrar por la nariz y aceptó el pañuelo de un guardia de corps, Agustín Fernando Muñoz Sánchez. Fue un flechazo. Tan sólo tres meses después de la muerte del rey Fernando, María Cristina y su alabardero se casaron en secreto en el Palacio Real. El novio no tenía gran apostura. Según el panfletista Luis González Brabo era "calvo, ordinario, de educación grosera, vestía pobremente y sin el mérito de una esmerada limpieza y de un porte simpático". Los amores de la regente dieron que hablar y en los corrillos se decía: "La Regente es una dama casada en secreto y embarazada en público". Los embarazos fueron sucediéndose año tras año hasta dar a luz a nueve vástagos (el último nació muerto). El pueblo canturreaba: "Clamaban los liberales,/ que la reina no paría,/ y ha parido más Muñoces,/ que liberales había". Pero no fueron los partos ni los chismes los que le costaron el exilio, sino los negocios del avispado padre de su prole, que fue ennoblecido con los títulos de duque de Riánsares y marqués de San Agustín con Grandeza de España.

Aunque su única experiencia en los negocios había sido el estanco que su familia tenía en Tarancón (Cuenca), acreditó un extraordinario olfato para los pelotazos parasitarios. Como socio o comisionista participaba en operaciones de especulación con la sal, los ferrocarriles y la trata ilegal de esclavos. Fue por aquellos años del XIX cuando se acuñó el término "camarilla" para referirse a los círculos de influencia que abrevaban en las aguas turbulentas de la Corona. Los escándalos más atronadores de la camarilla de Muñoz fueron el contrato de abastecimiento de carbón para Filipinas y la subasta del ferrocarril de Almansa, que José de Salamanca -cuyas relaciones con Muñoz eran bien conocidas- remató en una cantidad que era exactamente la mitad de los cinco millones de reales que habían aconsejado los expertos europeos. Sin embargo, fue aceptada por el Gobierno, que cerró el trato a espaldas de las Cortes. Muñoz recibió también dos millones de reales de los Rothschild por la adjudicación de las minas de mercurio de Almadén.

Dirigiendo un cotarro de especuladores y oportunistas que se arrimaron al fuego sagrado del acceso privilegiado a la información, el duque permitió a estos logreros adjudicarse el ferrocarril de Langreo, las obras del puerto de Barcelona, las de canalización del Ebro o la construcción del puerto de Valencia. El embajador francés se vio obligado a confirmar los rumores que llegaban a París con un lacónico: "No existe en España un solo negocio industrial en el que no tome parte el duque de Riánsares". Sólo cinco años después de su braguetazo mayestático, el alabardero Fernando Muñoz era un hombre muy rico. Su fortuna, trenzada en una estructura de sociedades fiduciarias en las que aparecían hombres de paja y sus hermanos -el conde de Retamoso y el marqués de Remisa- se estimaba en 300 millones de reales.