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jueves, febrero 23

El otro cuento de la familia Grimm III

(Y ya el final)

Eran burgueses, pero sabían que los verdaderos guardianes de leyendas, los ecos de las voces ancestrales de walquirias y nibelungos, no eran ni médicos ni notarios, sino artesanos, sastres, campesinos, soldados, gavieros y niñeras. Se acercaron a ellos. A menudo eran abuelas como Friderike Mannel o Dorothea Viehmann, un auténtico filón que les regaló 37 de los cuentos que componen su famosa recopilación titulada Cuentos de niños y del hogar, publicada en dos volúmenes, el primero en 1812 y el segundo en 1815, y ampliada en 1857, dos años antes de la muerte de Wilhelm. Jacob falleció cuatro años después que su hermano, en 1863.

Los Grimm se identificaron con la gente del pueblo y la gente del pueblo les pagó con la misma moneda, respetándolos, admirándolos y contándoles cuentos. Como algunas de sus fuentes eran descendientes de los hugonotes franceses, les colaron cuentos que ya había contado el francés Perrault, como Barbazul, Caperucita roja, Pulgarcito o El gato con botas.

Sostenían que La bella durmiente, El sastrecillo valiente, Rapunzel y todos esos cuentos nacieron en La India, en la tradición oral del sánscrito, migraron al Mediterráneo vía África y luego más al norte, difundidos por viajeros, marinos, comerciantes, juglares y soldados. Los desmintió el investigador francés Joseph Bédier, que introdujo el concepto de poligénesis: en las mismas circunstancias, el mismo cuento puede nacer en distintos lugares. Hoy en día se habla del subsconsciente colectivo.

Lo cierto es que los hermanos Grimm, subidos a la ola nacionalista y romántica del filósofo Herder, empezaron a catalogar los últimos vestigios orales de un mundo primigenio con un propósito cinetífico, pero tambiñen político: la unificación de todos los territorios de lengua alemana. Veían esas historias como retazos fósiles de los pasados buenos tiempos en los que los alemanes vivían unidos y felices. Eran un documento que no se podía manipular, si acaso se limitaban a atemperar la crudeza de las versiones orales.

Aquella pareja inseparable rescató del olvido un mundo que contenía reyes y príncipes; pero también, y sobre todo, fieles sirvientes, honestos artesanos, pescadores, molineros, carboneros y pastores: las gentes humildes que habían permanecido cercanas a una naturaleza poblada por los espíritus de la edad dorada. Un mundo en el que el pobre podía hacerse rico y la fea concertirse en bella, en el que el sol, la luna y las estrellas hablaban con la música de las esferas.[...]

Esa inocente comunión de lo grande y lo pequeño, esa dulzura inefable, fue el soberbio regalo que aquellos dos severos académicos dieron a los niños de todo el mundo. Porque los Cuentos de niños y del hogar pasaron de ser fósiles para estudiosos a lecturas para niños, un clásico absoluto, amado generación tras generación.

No escribieron ninguno de sus cuentos, su mérito fue convertirse en anticuarios profesionales para salvarlos del olvido. A pesar de la gloria que les dió esa ocupación menor, no fueron ellos los primeros folkloristas en recopilar las viejas fábulas, sino el francés Charles Perrault, que cien años antes ya publicó una colección de cuentos clásicos infantiles. Madame D'Aulnoy siguió sus pasos con sus cuentos de hadas. En Alemania, el primero en recopilar cuentos populares fue Johann Karl August Musäus, que en 1782 ya tenía unos 90. Los poetas Joachim von Arnim y Clemens Brentano publicaron en 1805 su propia colección de cuentos populares, y fueron ellos quienes animaron a hacer lo mismo a los Grimm.

Lo hicieron con tanta pasión que en seis años ya tenían 200. Creían que eran oro enterrado en peligro de perderse, que era importante preservar esa cultura ancestral de su nación. A pesar de que no fueron propiamente escritores, sino científicos de la lengua, sus nombres han quedado asociados al mundo de la infancia, cosa que gustaba la menor y siempre disgustó al mayor.