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domingo, noviembre 27

Iaznab

(Un artículo de Fernando Sánchez Dragó en el Mundo del 13 de febrero de 2011)

¡Iaznab!. No es una invocación satánica. Es, sólo, el grito ritual de salutación al emperador japonés -¡Banzai!-, pero transcrito en espejo.

Me alcanza en Kioto el libro La cabeza cortada de Yukio Mishima (Berenice), del cordobés Molero Campos. Es una novela -magnífica, por cierto- en la que su autor, acogiéndose a la hipótesis de que las cabezas separadas del tronco disponen de unos segundos de lucidez antes de fundir en negro, reconstruye lo que Mishima vio, pensó y sintió cuando la katana de Furu-Koga le segó el cuello. Un repaso, intramuros y en primera persona, de su vida y de sus libros.
La aparición de esta novela no puede ser más oportuna. Siguen las celebraciones, aunque sea sarcasmo llamarlas así, del heroico gesto de extrema incorrección política protagonizado por el autor de El pabellón de oro. Sucedió hace 40 años, y los japoneses, hoy como entonces, siguen sin entender (y, lo que es peor, sin querer entender) por qué Mishima hizo lo que hizo. Prefieren pensar que era un loco, un enfermo, un pervertido, un payaso, un histrión narcisista, sadomasoquista y exhibicionista.

Nada más falso. Molero Campos lo explica muy bien. Los japoneses deberían leer con atención su libro, aunque dudo de que lo hagan, porque la verdad incomoda. Tan documentado está que el lector, al hilo de sus páginas, se olvida de que es un apócrifo y cae en el espejismo de creer que es el propio Mishima quien lo escribe

Imposible sería resumir aquí la complejidad del proceso psicológico e ideológico, subjetivo y objetivo, colectivo e íntimo, que condujo a Mishima a subir al calvario. ¿Un loco? ¡Pero si su seppuku es el hecho más coherente, tanto en su dimensión ética como en la estética, de toda la historia de la literatura! Ambas cosas, sí, porque la búsqueda de la belleza era, para aquel samurái metido a escritor, el único fundamento de la moral. «Lo mismo escribía lo que había vivido» -confiesa- «que trataba de acomodar mi conducta a lo que había dejado por escrito».
Remontémonos a la Ningen Sengen o Declaración de Humanidad… Uno de enero de 1946. Han transcurrido cuatro meses y medio desde la fecha de la rendición del país ante los vigorosos argumentos nucleares del «amigo americano» (hoy lo es). Un villano, el general Douglas McArthur tuvo la desfachatez de plantarse en tal día como ése, «con pantalón corto de campaña y los zapatos sucios», ante el descendiente de la diosa Amaterasu y le exigió, mirándole directamente a los ojos y tratándolo de tú a tú, no sólo que capitulara, sino que renunciase a su condición divina.

Hirohito, tembloroso, cabizbajo, con voz atiplada, se avino a ello.
Cuenta nueva. El Mikado dejaba de existir. Cien millones de personas se quedaban huérfanas. Entre ellas, un joven aprendiz de escritor, «nacido y crecido anacrónico». Su muerte también lo fue. Se llamaba Kimitake Hiraoka. Con el tiempo llegaría a ser Yukio Mishima.

Cuentan que el falangista Eugenio Montes, cuando Dionisio Ridruejo tiró la camisa vieja y fundó un partido político, le dijo:

- Quien ha enviado a morir a decenas de miles de compatriotas y llega a la conclusión de que aquella lucha fue un error sólo puede hacer dos cosas… Si es cristiano, la Trapa; y si no, un tiro en la sien.

Hirohito no envió a morir a miles, sino a millones. Más de tres. No era ateo. Tenía fe en Amaterasu, en su estirpe solar y en él mismo. Por eso, aunque creyente, sólo tenía un camino, que no era el de irse a un monasterio zen: lavar su culpa con la sangre en el rito religioso del seppuku.

Renunciando a éste, reconoció, en efecto, como McArthur le exigía, que sólo era un mísero mortal.

Todavía hoy, pese a ello, muchos nipones de aquella hornada -no así los de las sucesivas- dicen que un dios no deja de serlo firmando un papel.

Mishima también lo creía y, leal hasta el fin, hizo, para devolver la honra al ángel caído, lo que el ilustre traidor no había sido capaz de hacer. Lo saludó con los tres gritos de ritual -¡Tenno heika banzai!-, dio una postrera calada a su último cigarrillo, hundió el tanto (katana corta) en el hara (abdomen) y voló, kamikaze al fin, hacia el plexo solar de Amaterasu.

Fue excesivamente generoso. Aquel diosecillo de pacotilla era un don nadie y no merecía el tratamiento. Por eso yo, hoy, lo he escrito al revés