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jueves, septiembre 29

El salto del tigre

(Un artículo de Xavier Theros leído en el Pais del 26 de agosto)

En la segunda mitad del siglo XIX los escenarios barceloneses estaban dominados por la guerra personal que enfrentaba a Francesc Soler Pitarra con Àngel Guimerà, autores que llegaron a acusarse mutuamente de plagio. El primero llevaba dos décadas cosechando éxitos en el teatro Romea de la calle del Hospital, donde había estrenado casi todo su repertorio. El segundo había encontrado refugio en el nuevo teatro Novedades de la calle de Casp. Y era en esta última sala donde estaba de director escénico el gran Antoni Tutau, que montó varias obras de Guimerà antes de acabar dirigiendo el teatro Principal de La Rambla. Tutau había hecho compañía con Carlota de Mena. Y en ese elenco estaba Miguel Pigrau, un personaje injustamente excluido de la lista de sujetos estrafalarios que poblaron la Barcelona modernista.


Pigrau era lo que se llamaba entonces un actor de carácter, un secundario característico que daba realce al montaje. Regordete, de frente ancha, bigotazo y una mirada profunda y afectada. Su arte llevaba el sello del teatro romántico, con su estilo exagerado y desmedido; se le conocía como "el galán chino", por su aspecto vagamente oriental. En la Tutau Mena triunfó con La boja, de Guimerà. Aunque sus interpretaciones más afamadas fueron en obras como La Dolores, La redoma encantada y El papá de la tiple. Llegó a ser director y primer actor; fue imitador de actores de fama, e incluso llegó a aparecer en películas como La mártir (Francisco Xandri, 1921).


Pero nuestra historia empieza mucho antes. En 1883 se monta en el Romea la obra Otelo, el moro de Venecia; pero no en la versión canónica y shakespeariana, sino en la de Francisco Luis de Retés, cuya calidad y coincidencia con el original era más que discutible. En esa ocasión el primer actor era Teodoro Bonaplata, mientras que Pigrau era un secundario. Parece ser que aquel Otelo le afectó hasta tal punto que, unos años más tarde, quiso probar fortuna como protagonista. Lo contaba Luis Cabañas en su Biografía del Paralelo. El día del estreno, nuestro hombre sale al escenario con la cara embetunada y se para frente al escenario, convencido de que va a recibir una ovación. Ante el incómodo silencio, se le oye exclamar: "¡Pintado de negro, estos imbéciles no me han reconocido!" La especialidad de Pigrau llegaba en el momento de asesinar a Desdémona; en ese instante, el actor se abalanzaba violentamente sobre la actriz, dando un rugido. Y viendo que muchos espectadores le felicitan por su fiereza, comienza a llamar a ese momento "el salto del tigre", mientras declara a la prensa que aquello es el culmen de su carrera.


A finales de siglo, Pigrau recorre América, y a su regreso en 1905 lleva su Otelo a Madrid. Allí no parece que le hagan mucho caso y decide volverse a Barcelona, donde comienza a contar las bondades de su interpretación más famosa en las tertulias de la gente del teatro, que por aquel entonces están de moda. En una de ellas le oye Santiago Rusiñol, que inmediatamente le pide que le enseñe su afamado talento interpretativo. La cosa tiene lugar en plena calle, concretamente en Nou de la Rambla. Pigrau se abalanza sobre Rusiñol, le obliga a entrar en un portal y allí le recita íntegra su escena. El dramaturgo, estupefacto, solo acierta a responder: "La verdad, Pigrau, eso yo no se lo he visto ni a Ermete Zacconi" (un actor italiano, célebre por sus interpretaciones de Shakespeare, Ibsen y Strindberg).


Al parecer, aquel arranque le pareció tan cómico a Rusiñol, que años después lo incluyó en uno de los vodeviles que firmaba con el seudónimo de Jordi Perecamps, titulado El senyor Josep falta a la dona, estrenado en el teatro Soriano del Paral·lel en 1915. En esta pieza, el tal Josep y un amigo deciden ir a un burdel; y cuando el mal marido pregunta lo que debe hacer una vez dentro, su compañero de farra le responde: "Tú, entonces, das el salto del tigre", y hacía como si se abalanzara sobre algo. Fue tal el éxito de aquella obra, que el salto de Pigrau se convirtió en frase hecha, pasando a denominar una suerte amatoria de realización imposible, consistente en subirse a un armario y lanzarse desde él sobre la amante de turno. La frase fue creciendo y se incrustó en el habla popular, aunque nadie recuerda que fue un invento de un actor de carácter, que quiso darle un giro dramático nada menos que al moro de Venecia.