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lunes, julio 18

Cabezas de turco

(Parte de la Carta del Director del domingo 10 de julio en El mundo)

Al atardecer del 19 de Floreal del año II de la República Francesa, vulgarmente conocido como 8 de mayo de 1794, una caravana de no menos de diez carretas cruzó el puente que une la Île de la Cité -sede del a la vez siniestro e imponente palacio de Justicia o Conciergerie- con la almendra central de París y emprendió su peregrinación, calle de Saint-Honoré arriba, hacia la plaza de la Revolución -antes de Luis XV y hoy de la Concordia- en la que aguardaba madame Guillotine.



Dieciséis meses después de la ejecución del rey, y una vez que habían visto rodar sucesivamente las cabezas de los llamados girondinos, de María Antonieta, del duque de Orléans, de los sans-culottes más radicales o de Danton y sus amigos indulgentes, los parisinos empezaban a dar muestras de hastío ante las crecientes dosis de Terror que les suministraba el Comité de Salud Pública dominado por Robespierre y sus dos principales acólitos, el bello arcángel de la Revolución Louis-Antoine de Saint-Just y el paralítico Couthon.

Además, en la medida en que su política proteccionista basada en fijar precios máximos para los productos de primera necesidad no había servido sino para extremar el desabastecimiento de los comercios parisinos, el gobierno revolucionario iba perdiendo el apoyo de la calle, y en su propio seno se iba gestando la intriga que dos meses y medio después desembocaría en el golpe de Thermidor.

Por todo ello aquella hornada masia que había sido despachada hacia el cadalso, previo cumplimiento del trámite de un juicio exprés en el Tribunal Revolucionario, constituía todo un test para la popularidad del llamado Gran Comité. Enseguida quedó patente que el gobierno pasaría la prueba: la plebe se agolpaba sobre los adoquines del trayecto y asomaba malencarada tanto por las ventanas de las plantas bajas, que habitaban los burgueses, como por los ventanucos de los pisos altos en los que se hacinaban los sans-culottes. Por doquier partían imprecaciones, aliñadas con feroces escupitajos, contra los condenados y expresiones de apoyo al régimen terrorista. Los niños y los perros seguían al cortejo y junto a la guillotina, a la luz de las primeras antorchas, aguardaba en mayor número que nunca una legión de tricoteuses, aquellas furiosas mujeres que alternaban el ganchillo con los aplausos al verdugo y los abucheos ensordecedores a cualquier justiciable que osara intentar hablar. El éxito estaba asegurado.

No podía ser de otra manera pues los pasajeros forzosos de esa lúgubre decena de carretas renqueantes eran nada menos que 27 antiguos fermiers généraux, responsables por contrata regia -la Ferme Générale- del cobro de los impuestos directos e indirectos a lo largo de las últimas décadas. Tal era el odio que el pueblo profesaba a estos agentes tributarios que se lucraban con la carga fiscal acumulada por el Viejo Régimen sobre los hombros del tercer estado -la aristocracia y el clero siempre terminaban estando exentos- que ni siquiera distinguía entre quienes habían ejercido sus funciones con probidad y mesura de quienes habían abusado corruptamente de ellas.


Para los indignados o enragés del momento un fermier général era un fermier général y punto. Si aun antes de la toma de La Bastilla habían dado rienda suelta a sus frustraciones quemando los fielatos de las aduanas que cercaban París para que ni una sola mercancía dejara de pagar impuestos, ver marchar ahora hacia el patíbulo a los operadores de ese tinglado opresor sólo podía ser motivo de éxtasis. Nadie reparó pues en que entre las 27 víctimas figuraba Antoine Lavoisier el padre de la química moderna quien al despedirse de uno de sus primos acababa de escribir: «Nada de todo lo importante que he hecho por la Nación, por el bien de la ciencia y el conocimiento humano puede salvarme de este deprimente final. Debo morir como alguien culpable».

La técnica de recurrir a la oportuna inmolación del chivo expiatorio para enmascarar las taras del gobernante y distraer a los gobernados de sus problemas reales es tan vieja como el Estado mismo. Desde los sacrificios rituales en los que las antiguas civilizaciones aplacaban a los dioses hasta los procesos múltiples con los que los modernos totalitarismos han purgado sus propias filas, hemos visto subir una y otra vez los peldaños del patíbulo a grupos de víctimas propiciatorias, elegidas ora por su origen étnico, ora por su actividad. Stalin rizó el rizo al inventar el complot de los médicos, que acabó con la ejecución de una docena de galenos, casualmente todos judíos.

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