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domingo, junio 19

Una historia: el cura Luis

(La sección de Carlos Herrera en el XLSemanal del 4 de octubre de 2010)

Un buen día, un joven párroco de Chinchón se plantó ante el cardenal Tarancón al objeto de que considerara una petición: quería un año de baja, o relevo, o, como ahora se diría, un año sabático. Corrían los primeros setenta; el cardenal, convencido, le preguntó:

Supongo que lo que querrás es marcharte a Roma a ampliar estudios y a ahondar teológicamente en tu trabajo...

No, señor cardenal, mucho más sencillo: quiero montar una taberna.

Ese tipo, alavés de nación, era Luis de Lezama y lo que pensaba abrir, en pleno centro de Madrid, era La Taberna del Alabardero, acompañado por siete maletillas a los que venía protegiendo desde sus primeros trabajos espirituales en Vallecas y algún que otro bala perdida, a los que sumó un cocinero vasco profesional y un crédito que le arrancó a un banco comprensivo. De ese día hasta ahora median dos docenas de restaurantes más, un par de escuelas de hostelería, algún café de éxito, hoteles en los mejores enclaves, una empresa de catering, una parroquia nueva, un colegio y un número indeterminado de tipos a los que ha retirado de la calle. Tal vez hayan sido su tozudez y su inquietud las que lo han llevado a mantener en pie un conjunto de empresas, no siempre rentables, o no a tiempo total, que han revertido sus beneficios a una fundación mediante la cual este puñetero cura, listo como el hambre, moderno como pocos, alimenta proyectos sociales y empresariales de primer orden.

Ha enseñado a una legión de jóvenes a guisar -él, no; no ha frito un huevo en su vida-, a regentar un negocio, a dirigir un hotel, a administrar empresas y a formar capital humano, mucho más importante este último que cualquier tipo de tecnología. Después de haber abierto su Taberna en Washington, junto a la Casa Blanca, después de haber regado la hostelería española e internacional con profesionales que llevan su marca, puso sus ojos en Seattle y plantó su último proyecto... de momento.

Cuando todas las cartas del futuro invitaban a pensar que, cualquier día, Luis se secularizaría y pasaría a gestionar su sólido entramado profesional, volvió a aparecer por el despacho del cardenal, cuarenta años después, para solicitar su «reingreso» en la carrera. Quería volver a ser párroco.

Y el cardenal del momento le asignó una nueva barriada de las muchas que nacen en la expansión imparable de Madrid: Montecarmelo. En Montecarmelo ha fundado una parroquia, Santa María la Blanca, construida esfuerzo a esfuerzo y un colegio añadido -ganado en duro concurso de adjudicación- en el que educar con identidad cristiana, moderna y autodidacta a más de mil chavales del entorno. El colegio de Luis es hoy una referencia en el sistema educativo español: instalaciones punteras, educación personalizada, ordenador especial de Microsoft diseñado casi en exclusiva por la marca para el cura, huerta, cocina, pequeño Parlamento para que los chavales aprendan a dialogar y un sistema de créditos con monedas especiales que aumentan o disminuyen según el comportamiento. Y al alcance de todos, está claro. De todos los que quepan.

Éste es el mozo. Comenzó en el Chinchón de Rufino -imprescindible sentarse en las mesas de su Café de la Iberia, en los balcones asomados a la plaza, y dejarse llevar por su calidad culinaria y humana-, siguió en el Madrid de los Austrias, bajó a la Costa de Málaga, recaló en la Sevilla del Centro, conquistó la América cortesana de congresistas y senadores, subió al Seattle cibernético, homologó sus cursos de hostelería con universidades de prestigio, sembró aquí y allá gotas de paciencia y talento... y ahora es feliz diciendo misa de ocho y urdiendo nuevas técnicas para educar hombres y mujeres para el futuro. Un tipo así, evidentemente, siempre sale movido en las fotos. Habría que atarle las manos y los pies para que se estuviera quieto y dejara de incordiar al porvenir. Pero eso, me parece a mí, no lo consigue ni Dios.