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domingo, mayo 8

El último vuelo del Barón rojo

(Un artículo de Rafa Gassó en el XLSemanal del 1 de junio de 2008. Superinteresante.)

Hermann Göring (en la imagen) asumiría el mando del Escuadrón Richthofen antes de ascender a general de la Luftwaffe y convertirse en lugarteniente de Hitler. Un mes antes de morir, el Barón Rojo también había reclutado a su primo Wolfram, quien sería el jefe de Estado Mayor de la Legión Cóndor y, como tal, responsable del bombardeo de Guernica.

Hoy, la Primera Gran Guerra que aconteció en el aire más parecería una competición deportiva que un conflicto armado. Inicialmente, los aparatos y métodos de aviación eran bastante rudimentarios. El Barón Rojo solía volar con su perro, Moritz, a quien llamaba su «observador». El propio Richthofen narra cómo tras el primer combate de una mañana, él y su hermano aterrizan para desayunar con su padre, quien, lleno de orgullo, escucha cómo a esas horas ya han derribado a un par de británicos. Tras éste vuelven a despegar. De hecho, las neonatas fuerzas aéreas, compuestas por la aristocracía de la época, sólo luchaban por la mañana –cazar un ‘trofeo’ del derribado era otra práctica común–, mientras que las tardes las dedicaban al asueto en sus exclusivos clubs.

Manfred von Richthofen fue el prototipo de héroe y caballero. Letal como contrincante y noble con el enemigo, el aviador más audaz de la Primera Guerra Mundial se convirtió en un mito viviente antes de caer derribado por una sola bala. Roy Brown iba a ‘perdurar’ como el autor del disparo que mató al Barón Rojo, pero luego se añadió otro nombre: el del soldado de Infantería Evans. 90 años después, continúa sin saberse quién disparó.

¿Qué pudo hacer que uno de los oficiales más letales de la Primera Guerra Mundial fuese enterrado con todos los honores por sus propios enemigos? Se llamaba Manfred von Richthofen, aunque pasaría a la historia como el Barón Rojo, el aviador más temible de todos los tiempos y uno de los últimos gentleman de una guerra –la que se produjo en el aire– de tintes caballerescos y cuasi ‘románticos’. Y es que, tal vez, las crónicas aún no habían reparado en que este conflicto sería la primera gran contienda contra civiles de la historia –que dejaría más de 12 millones de muertos–, y curiosos términos como ‘ética’ u ‘honorabilidad’ eran férreos códigos grabados a fuego en un mundo que hoy resultaría difícil de entender: el de los militares provenientes de la vieja nobleza europea que copaban las recién creadas fuerzas aéreas. No en vano aquellos primeros pilotos eran la viva estampa del tipo histórico de caballero medieval; una suerte de ‘héroes’ envidiados por sus camaradas del Ejército y la Marina. Como ejemplo, en septiembre de 1916 derribaba, como él mismo definiría, a su «primer inglés». Acerca de esta ‘hazaña’ escribirá: «En memoria de mi enemigo, muerto en defensa de la patria, hice colocar sobre su tumba una lápida»

Así, en su jovencísima autobiografía, el Barón Rojo dejó escritas algunas pistas de por qué, por ejemplo, el Ejército australiano –que estaba en su bando contrario– dispararía salvas durante su funeral: «Por un rasgo de humanidad para con mi enemigo, decidí obligarlo sólo al descenso y no a la caída. Entonces, el miserable me dijo que antes había probado a disparar sobre mí. Le pedí perdón por haberlo derribado, lo aceptó, y así fue como le devolví su deslealtad».

Cuando se cumplen 90 años de la caída de uno de los más fascinantes personajes del siglo XX –en Alemania se acaba de estrenar una película de título homónimo–, la figura del Barón Rojo, sin embargo, permanece diluida en el tiempo. Volemos, pues, al principio.

En 1915, el curso de la guerra había detenido el avance alemán en las afueras de París y un inquieto teniente del primer regimiento de Ulanos –la caballería germana que realizaba las labores de reconocimiento–, llamado Richthofen y de apenas 22 años, pidió el traslado al Servicio Aéreo ante la perspectiva de quedarse sin acción en una unidad condenada a desaparecer por la incipiente aparición de esos ‘pájaros de hierro’; su objetivo, convertirse en ‘observador’. Este papel –de copiloto– ejercía una doble función: no sólo debía localizar objetivos; en aquellos inicios, los aviones –carentes aún de ametralladoras– se batían en una especie de cuerpo a cuerpo, ¡fusil en mano! Aquel torpe observador llamado Richthofen, que describiría sentirse «un desgraciado» tras su primer vuelo, acabaría con su primer avión enemigo armado con una escopeta y, con el tiempo, derribaría otros 80 aparatos. Curiosamente, aquella primera victoria jamás sería contabilizada, ya que la rígida normativa alemana no computaba los aviones caídos detrás de las líneas enemigas.

La leyenda había comenzado. Si su padre había sido un laureado militar que decidiría su vocación –a los 11 años el imberbe Richthofen ingresaba en una escuela para cadetes–, su tío –cazador– imbuiría en él la pasión por una disciplina que marcaría definitivamente el resto de su carrera. Prueba de ello, la descripción que hará de un combate: «El muy ladino tuvo el cinismo de agitar alegremente la mano desde su aparato, como si quisiera decir: Well, well, how do you do? Cayó a unos 50 metros de nuestras líneas, habiendo recibido un balazo en la cabeza. Su ametralladora se clavó en tierra y ahora adorna como trofeo la puerta de mi casa». El ‘ladino’ en cuestión era ni más ni menos que el temido comandante Hawker, el más audaz de los aviadores del Ejército británico.

Pero todo eso ocurriría mucho después del casual encuentro que mantendría con el entonces as de los pilotos de caza alemanes, Oswald Boelcke, a quien idolatraba y en cuya escuadrilla –la Jagdstaffel 2 o Jasta– acabaría volando cuando éste dio en buscar nuevos talentos. Y es que el ‘depredador’ que Richthofen llevaba dentro –frustrado por su poco éxito como observador– había vislumbrado que los nuevos aviones Fokker monoplaza eran una buena plataforma para instalar un arma y había decidido hacerse piloto. Así, el 17 de septiembre de 1916 realizaba su primer vuelo en la Jasta y, también, su primera victoria ‘acreditada’ (un año antes, recién licenciado y a bordo de la 2.ª Escuadrilla de Caza, había derribado su segunda pieza, otra vez, detrás de las líneas enemigas).

Sin embargo, el Barón Rojo no nacería hasta el 28 de octubre siguiente, cuando un accidente haría caer al todopoderoso Boelcke, dejando a Richthofen como su sucesor natural cuando éste contaba con su octavo derribo. Y en este punto se da otra de las paradojas de su particular currículum: el ambicioso Richthofen esperaba recibir la tan ansiada Pour Le Mérite –la más alta condecoración alemana al valor– después de su novena victoria, pero el criterio de adjudicación había cambiado y ahora eran necesarias 16 victorias, y no nueve, para conseguirla.

Es en esta época cuando Richthofen decide pintar su avión de rojo. El afán de notoriedad parece innegable, aunque también es cierto que su creciente fama –que ya siempre vendría precedida por el color de su aparato– provocaba en el adversario un efecto psicológico de temor y respeto. En su autobiografía, rememora una conversación con un británico a quien ha hecho prisionero: «En su escuadrilla se había extendido la historia de que el aparato rojo era pilotado por una muchacha, algo así como una Juana de Arco; cuando yo le dije que la muchacha se hallaba en aquel momento ante él, se quedó de una pieza, pero no se lo quiso creer». Lo cierto es que, ya en vida, él mismo se había convertido en un mito. El 12 de enero de 1917 era galardonado con la Blue Max y dos días después nombrado comandante de la Jagdstaffel 11.

Por el contrario, no sería hasta la primavera de ese mismo año cuando alcanzaría la cima de su celebridad en lo que los ingleses dieron en llamar Bloody April (Abril Sangriento); en un mes abatía 21 aparatos enemigos elevando a 52 el total de sus derribos. Boelcke había muerto con 40 victorias. Nacía, entonces, la ‘Escuadrilla Anti-Richthofen’. «Tras advertir que habíamos pintado de rojo todos los aparatos, se les ocurrió la feliz idea de cogerme o derribarme. Habían organizado una escuadrilla que volaba exclusivamente en el lugar donde operábamos. Me agradó sobremanera, pues es preferible que los ‘amigos’ vengan a mí, a tener yo que ir a por ellos», ‘esclarece’. Una autobiografía escrita, por cierto, cuando el Ejército alemán –consciente de que el Barón Rojo era ya su mejor valor propagandístico y no quería arriesgarlo– le ordena descansar. Al mando queda su hermano Lothar.

«Depende mucho del enemigo; o los franceses o los valientes ingleses; yo prefiero a los ingleses. A los franceses siempre les gustó atacar por retaguardia. Al inglés se le nota aún su sangre germana [...], les gusta con exceso hacer loopings, equilibrios, volar cabeza abajo y otras martingalas de esta especie. Todo esto impresionaría seguramente en un concurso de aviación, pero al público de las trincheras no les causa la menor impresión y ni siquiera le entretiene. Este público pide algo más: que lluevan continuamente aviadores ingleses», prosigue en sus memorias. Concluidas éstas y reincorporado al frente un mes más tarde, dirigiría la famosa Jagdgeschwader (Ala de Caza 1), una fusión de varias escuadrillas que sería conocida como el ‘Circo Volante’. Pero, tal vez como advertencia del destino, ése mismo mes de julio sería herido en acción; a partir de entonces sufrirá fuertes jaquecas y su carácter se tornará más reservado. La muerte le obsesiona, está cansado de batallar, es 20 abril de 1918, ya van 80 victorias. Pero no acata las órdenes de que se retire. Tal vez ansioso por conseguir su 81.ª victoria, un día después, en la mañana del día 21, el Barón Rojo decide violar uno de sus principios adentrándose en las líneas enemigas para abatir un Sopwith Camel británico al que persigue. La acción se sitúa al norte de Francia. El capitán Arthur Roy Brown lo sigue de cerca, por retaguardia, y comienza a disparar, al tiempo que una batería antiaérea australiana hace lo propio; 15 minutos después de despegar, el Barón Rojo cae por el efecto de una sola bala que, hoy, continúa sin saberse quién disparó. «¡Quién sabe qué utilizaremos dentro de poco para desplazarnos por el azulado éter!», se había formulado en alguna ocasión. Nunca lo sabría. Al día siguiente, el 22 de abril, sería enterrado por el Ejército aliado con todos los honores militares. «Aquí yace un valiente, un noble adversario y un verdadero hombre de honor», escribirían sobre su lápida. Tenía 25 años; siete meses después llegaría el armisticio.