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sábado, abril 16

Una alternativa al camino de Santiago

(Fernando Sánchez Dragó contaba en su columna del 16 de enero en El Mundo la existencia del Camino de los 88 templos en Shikoku, Japón)

Termina el Año Jacobeo. ¡Viva el Apóstol que nunca estuvo en España! ¿Y en Japón?

Si su compañero Tomás, el que sólo creía en lo que tocaba, llegó a la India, ¿por qué no iba a llegar Jacobo a Cipango, como 16 siglos después lo haría Javier de Navarra, que también era apóstol de lo mismo?

Los lugareños de cierto villorrio escondido en las montañas del norte de la isla principal del archipiélago nipón están convencidos de que allí vivió, predicó y murió el Rey de Reyes. Llega uno a tan remotos parajes y se topa con tres cruces de sobrecogedor tamaño, un enorme belén de figuras articuladas y el convencimiento, por parte de los vecinos de la aldea, de que Jesús, tras su martirio, buscó refugio en la zona y convirtió a sus habitantes.

En la isla de Shikoku existe lo que los japoneses llaman Camino de los 88 Templos. Lo fundó el monje budista Kobo Daishi, que nació en el último tercio del siglo octavo y murió en el primero del nono. El supuesto hallazgo de la tumba compostelana del Apóstol se produjo, más o menos, en los mismos años.

Hice el Camino de Santiago en el otoño de 1972 y parte del de los 88 Templos en el invierno de 2001. Lo he completado ahora. Las semejanzas son sorprendentes. Con razón se dice que los extremos se tocan, esta vez en el sentido literal de la palabra, pues extremosas a más no poder, y finisterres ambas, son las dos regiones en cuestión: Galicia y Shikoku.

En la Costa da Morte, a dos pasos de Compostela, terminaba el mundo, a juicio de los europeos anteriores al viaje de Colón, y empezaba lo desconocido, el océano de tinieblas jamás surcadas. Allí estaba el punto más occidental del planeta.

La isla de Shikoku constituye el último mojón de Oriente. Allí se abre otro océano, otro mundo ignoto, otra res nullius, que jamás había surcado nadie, de costa a costa, con anterioridad a Magallanes y al galeón de Manila.

La ruta jacobea de Japón es más larga que la española: 1440 kilómetros. Los peregrinos perezosos tienen la opción de limitar su viacrucis a 44 estaciones -la mitad de las canónicas- pero eso va en detrimento de la acumulación de indulgencias. Indulgencias, sí, pues la finalidad de semejante palizón estriba en lavar los pecados cometidos a lo largo de la vida. Los penitentes llevan un rosario o juzu de 108 cuentas, pues tal es, según el budismo nipón, el número de las clases de pecados que pueden cometer los hombres.

La ruta lo es de tierra, mar y aire. Lo primero es de cajón; lo segundo, porque muchos de los templos están plantados al hilo de un litoral recortadísimo y, a menudo, tan abrupto como el de la Costa de la Muerte; y lo tercero, porque algunos templos, a los que llaman nanzan, surgen en la cumbre de las montañas. Visitarlos es fatigosísimo. En algunos casos se necesitan incluso más de seis horas de empinada ascensión.

Los peregrinos llevan (o deberían llevar, porque ahora -miseria de los tiempos- van de cualquier modo) chaqueta y pantalón blancos, además de un extraño sombrero cónico de igual color, que simboliza la muerte. Los ancianos, antes, emprendían ese camino con miras a rendir el alma, así purificada, a su término o a lo largo de él. Recorrer la vía sacra de Shikoku es algo que todo buen japonés debe hacer antes de morir.

Más semejanzas… El atuendo oficial del peregrino se completa con un báculo en cuya punta cascabelea una campanilla y, en cada estación de la ruta, rellena quien la sigue un fuda, equivalente a los sellos de la jacobea, en los que anota su nombre, su dirección y el propósito del viaje. Eso demuestra que lo ha hecho. Es su pasaporte para el más allá.

Endo Shusaku, extraordinario escritor japonés, era cristiano, a su modo, y escribió un libro sobre Jesús, otro sobre el Camino de Santiago y un tercero -Río profundo- de estructura muy parecida a la de El puente de San Luis Rey, de Thornton Wilder, cuya acción transcurre en Benarés. ¿En Benarés, la ciudad a la que acuden los hindúes para morir sin tener que reencarnarse?

Los tres están traducidos. Hágase el lector con ellos y comprenderá por qué hoy, desde Kioto, se ha puesto quien esto escribe a atar extraños cabos y a dibujar paralelismos no menos extraños, a primera vista, entre dos caminos de perfección situados, el uno respecto al otro, en las antípodas.

A Roma, dicen, por todas partes se va, y a Compostela, qué diantre, también.