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lunes, abril 4

Buscando el paraíso I

(Un reportaje de Gonzalo Ugidos en el Magazine del Mundo del 5 de septiembre de 2010)

Hay dos mundos: uno en el que estamos y otro en el que queremos estar. Como el primero suele ser manifiestamente mejorable, el segundo no ha parado de reinventarse desde el Paleolítico. Los textos sagrados lo llaman cielo, edén, campos elíseos, nirvana, valhalla o paraíso, palabra que proviene del persa pairidaeza, que significa jardín. En todas las religiones el paraíso es un jardín de las delicias, pero muy lejano.

[...] Cada religión inventa un paraíso a la medida de sus feligreses. El paraíso animista de los Xoxa africanos, según su profeta Umhlakaza, está lleno de hatos de ganado cubriendo los pastizales, el mijo brota con abundancia, los héroes viven eternamente en él, conservan la hermosura de jóvenes guerreros y no sufren los achaques de la vejez. Casi siempre el paraíso es una Jauja donde los ríos dan leche; los árboles, buñuelos; y el tiempo es circular. Salvo en el Islam, suele ser sedante para las almas bellas, pero algo decepcionante para los cuerpos gloriosos.

[...] El primer paraíso de los dioses egipcios es el campo de Aaru y se situaba al este, por donde nace el sol. Se describe como un campo eternamente fértil o un archipiélago de cañas, similar al delta del Nilo: un sitio estupendo para la caza y la pesca. Sólo a los espíritus de los justos, cuyos actos pasados terrenales pesaban igual que el maat (la armonía cósmica simbolizada por una pluma), les era permitido comenzar el largo y azaroso viaje al aaru, para disfrutar sin agobios hasta la descomposición del khet (el cuerpo físico), de ahí la necesidad de momificarlo. Los textos de las pirámides llaman dat o amendi al paraíso y lo describen como una descomunal masa de agua llena de seres benéficos. O sea, como un lago de peces de colores. Nada del otro mundo.

Algo más entretenidos eran los Campos Elíseos, donde iban las almas de los héroes y de los griegos virtuosos. Cuenta Homero en La Odisea que "allí los hombres viven dichosamente, allí jamás hay nieve, ni invierno largo, ni lluvia, sino que el Océano manda siempre las brisas del Céfiro, de sonoro soplo, para dar a los hombres más frescura". Esas Llanuras Elíseanas eran, pues, algo así como un Bora Bora eterno en donde las sombras de la buena gente y los guerreros valientes llevaban una existencia ociosa en paisajes que, aunque secos, resultaban verdes y floridos. Tal vez lo mejor era que si el alma se aburría siempre podía regresar a la Tierra tras beber de las aguas del Leteo para olvidar todos los recuerdos.

También los nórdicos santificaban a sus guerreros muertos, que iban al Valhalla. Era una fortaleza en el palacio de Odín en las llanuras de Asgard. Sus inquilinos eran recibidos por las valquirias, hermosas doncellas sobre caballos alados, que los deleitaban con sus contoneos y con abundante cerveza. De día no había mucho tiempo para descansar, pues a los guerreros muertos los despertaba cada mañana el gallo Gullinkambi para las maniobras previas al Ragnarök, la batalla final de los dioses contra los gigantes. La noche era otra cosa: banquetes de jabalíes con barra libre de hidromiel. En el hinduismo, el alma eterna o âtman está sometida a su destino (karma) por una ley de causa-efecto que la hace vivir en un cuerpo animal, humano o vegetal, en función de sus actos anteriores. Sólo hace una breve incursión al más allá, entre dos vidas. Según su naturaleza, irá a los infiernos o a los paraísos... en plural. Son múltiples y cada uno de ellos más sublime que el anterior. Pero esa estancia es provisional, una etapa efímera antes de reencarnarse, porque el ideal de la felicidad no es acceder al paraíso sino escapar del samsara, la rueda de las reencarnaciones en la que están atrapados los seres aferrados a la sed de existencia. Los más justos vuelven a la Tierra en un cuerpo humano; los tibios, en otro con forma de animal; los criminales, lo hacen en una planta. Es la metempsicosis, el eterno retorno.

Para salir de ese circuito endiablado sólo hay una manera: hacerse inmortal a través del yoga trascendental y otras técnicas de iluminación que permiten librarse de esa maldita noria. Los budistas tibetanos tienen suerte: disponen del Libro de los Muertos o Bardo Thodol, que describe con precisión el medio de acceder al Nirvana, el Paraíso budista. Es un lugar, o más bien un estado, en el que se extinguen los deseos portadores del sufrimiento, desaparecen las ilusiones del mundo y la contemplación de la Clara Luz asegura la felicidad eterna en un estado de pasmo. Para los filósofos chinos todo es materia, pero muy sutil. Por eso los taoistas no tienen la necesidad de morir para pasear por las amplias avenidas del paraíso. Les basta con desarrollar un nuevo cuerpo más ligero, gracias a un ascesis especial y a una vida virtuosa.

Esta operación alquímica, que necesita mucha sabiduría, está reservada a unos pocos. La mayor parte, que no son ni buenos ni malos, son reexpedidos al ciclo de los renacimientos. A los grandes criminales y suicidas les esperan los terribles lugares infernales en donde pueden encontrarse con Dizang, un sabio monje que recorre sin descanso esos lugares para enseñar la entrada del paraíso a los taoistas. Quien le siga descubrirá un universo muy refinado donde, entre piedras preciosas y flores de loto, los bienaventurados escuchan música bajo lluvias de flores.

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