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jueves, enero 27

Cuando la deuda coronó un emperador

(Un artículo de Carlos Salas en el suplemento económico de El Mundo del 4 de abril de 2010)


Entre 1960 y 1962 se construyó la ampliación de la Nueva Gruta en la Iglesia de los Capuchinos de Viena para albergar, entre otros, el sarcófago del emperador Maximiliano I. Había sido fusilado un siglo antes junto con sus generales, y la leyenda dice que pagó una moneda de oro a cada uno de sus verdugos para que no le disparasen a la cara. De ese modo, su madre podría reconocer su cadáver. La muerte de Maximiliano I se debió a la deuda externa. Pero no a la austriaca, sino a la mejicana.


Es uno de los hechos más raros de la historia moderna, pues se mezclan los reyes europeos, los indios mexicanos, los húsares austriacos y la banca, por supuesto. Pero sirve para comprender las nefastas consecuencias de la suspensión de pagos de un Estado, algo que lamentablemente nos empieza a sonar familiar [...]


Si se pudiera poner alguna fecha de inicio a aquel atolondrado periodo, nos podríamos remontar al 5 de febrero de 1857, cuando se puso en marcha la nueva Constitución de México: libertad de opinión, igualdad, prohibición de la esclavitud, respeto a la propiedad, prisiones rehabilitadoras, y todo para la gloria de Dios. Era una pócima liberal que contenía restos de constituciones mexicanas de principios de siglo y algunas leyes provocadoras. Tan provocadoras que poco después de aprobarse esa constitución, estalló en México la guerra entre conservadores y liberales.


Ganaron los liberales y pusieron de presidente a Benito Juárez. Cuando éste miró la alcancía del Tesoro, se percató de que estaba vacía por culpa de tres años de guerra. Entonces decretó la suspensión de pagos durante dos años de toda la deuda pública, incluso la contraída "con naciones extranjeras" (Historia de México, FCE).


Uno de los acreedores era Francia. Entonces a Napoleón III se le ocurrió la gran idea: invadir México y cobrarse la deuda. Además, conseguiría devolver el poder a los conservadores, a la Iglesia y a los absolutistas; detener el avance del poder norteamericano en Centroamérica y acrecentar los mercados comerciales franceses en esa zona. Una carambola.

Los franceses lo hicieron con tal habilidad que las tropas imperiales se plantaron en 1862 en Ciudad de México. Como era la capital del antiguo imperio de Moctezuma, ¿por qué no poner otro emperador? Napoleón III buscó un emperador y halló a un Habsburgo llamado Maximiliano, nacido en Viena, que se aburría en su castillo de Trieste. Así que este hombre culto, hermoso y que fraguaba poemas de juventud, llegó a bordo de la fragata Novara con su esposa Carlota, y en 1863 fue coronado como Maximiliano I, emperador de México.

Los conservadores mexicanos estaban contentísimos de tener un comandante de sangre azul. Pero Maximiliano I resultó ser un liberal, o desde luego, alguien con gran sentido social, pues pretendía regenerar todo el país de un plumazo. Como afirma el historiador Konrad Ratz, el programa de Maximiliano I consistía en "mejorar la educación, proporcionar una defensa legal a los trabajadores del campo explotados por los terratenientes, levantar instituciones de protección para las clases menesterosas, terminar con la corrupción de los funcionarios, construir una infraestructura, dar mayor seguridad a las calles y también fomentar la inmigración de profesionales cultos". Además, se negó a reinstaurar el poder de la Iglesia. Y eso último sonaba un poco sospechoso a los absolutistas mexicanos.

Las reformas de Maximiliano fueron tomando cuerpo. Las plazas vacías se convirtieron en jardines, las aguas insalubres fueron desviadas y la Ciudad de México se embelleció como jamás se había recordado, pues hasta trazó una ancha calle llamada Calzada del Emperador para unir el Palacio Nacional con el Castillo de Chapultepec. Entonces se hizo verdad aquella burla con la que insistían sus primos cuando le tachaban de Nuevo Moctezuma. Lo era.

Nombró director del teatro de la corte al español José Zorrilla, e hizo venir de Europa al egiptólogo Leon Reinisch, a quien encomendó sus museos. La emperatriz Carlota inició la Junta de Protección para los pobres, liberó al peonaje, fundó instituciones educativas para mujeres jóvenes y,con su instinto imperial, metió su nariz en los nombramientos de prefectos de ciudades y de provincias.

Lo paradójico de Maximiliano I era que, siendo un representante de lo más rancio de Europa, puso en marcha un montón de medidas liberales. Pero a pesar de sus intentos de unir el país, los liberales de Juárez se levantaron contra el emperador. Maximiliano I pidió ayuda a las monarquías europeas, que le enviaron húsares y ulanos austriacos, voluntarios belgas, negros de Martinica (colonia francesa), negros y árabes de Sudán, Nubia y Abisinia (cedidos por el sultán de Egipto), y, por supuesto, la legión extranjera francesa.

Las tácticas desplegadas por los generales franceses dieron resultado y en poco tiempo las fuerzas expedicionarias tomaron la mayor parte del país. Pero, como dice la historiadora Lilia Díaz, "sólo eran dueños del terreno que pisaban". Las guerrillas hostigaban a las tropas conservadoras. Los republicanos fueron ganando terreno, sobre todo envalentonados por un suceso inesperado: Napoleón III retiró a sus tropas en 1866, abandonando a su protegido.

Tras 72 días de asedio, las viejas tropas imperiales cayeron en Querétaro en 1867. Maximiliano I fue condenado a muerte. Un grupo de fusileros reventó el cuerpo de Maximiliano el 19 de junio a las siete de la mañana en el Cerro de las Campanas. El 18 de enero del año siguiente, los monjes capuchinos de Viena oficiaron la misa solemne en la cripta donde se recogió su cadáver, después de una larga travesía por el océano Atlántico realizada en su barco favorito, la fragata Novara. Para entonces, la emperatriz Carlota ya se había vuelto loca de remate.