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viernes, diciembre 24

Feliz Navidad

(Aprovecho la columna de McCoy de ayer en El Confidencial para felicitaros a todos la Navidad mientras recordamos lo importante)

Aún le chorreaba aquel líquido caliente entre las piernas. Ya ni siquiera se sentía sucia. Hacía tiempo que le importaba poco su imagen. Aquel legionario romano, gordo y borracho, al menos le había dejado unas monedas a cambio de su desahogo. No como el hijo de puta que le había marcado la cara dos días antes, cuando trató de poner precio al disfrute de su cuerpo. ¿Cómo te atreves, guarra? Deberías estar dando gracias de que el Imperio se fije en ti. Y la dejó allí tirada, con un diente colgando de la boca, asquerosa por fuera y asqueada por dentro. Sin dolor, ni rencor. Agotada.

Ese día, al menos la Fortuna se había puesto de su lado. Podría dormir caliente. Con lo cobrado, Eleazar le daría algo de comer y refugio en el pajar de su posada. Siempre que no armes bulla, le había advertido en numerosas ocasiones. En noches como aquella recordaba que en algún momento debió disfrutar de algo parecido a la belleza, le venían a la cabeza los hijos vivos y los muertos, enterrados con sus propias manos, los momentos felices vividos antes de que una prematura viudedad le condenara a la miseria. Se sentía con fuerzas para esbozar una mueca parecida a una sonrisa, dulce y amarga a la vez. Hubo un ayer. No sabía si vería el mañana. Vieja y desahuciada en su juventud.

Se aseó furtivamente en la fuente y caminó vacilante hacia el refugio. Arrastraba una ligera cojera de años, fruto de la infección de una herida mal curada. La ciudad andaba alborotada. El censo ordenado desde Roma había atraído numerosos visitantes a toda Judea. Belén no era la excepción. Se oía la algarabía de familias que celebraban el reencuentro y las calles estaban más animadas de lo habitual. De ahí que no le sorprendiera el revuelo que rodeaba el lugar de alojamiento. Judit se situó en el rincón de siempre, alejada del resto de la clientela, como un miembro del servicio más. Tras comer con fruición la sopa con tropezones, se retiró a lo que ella había dado en llamar socarronamente su aposento. Con la discreción de quien no importa a nadie, del que a nadie interesa.

Era frecuente que compartiera espacio con otros indigentes como ella, beneficiarios de la interesada hospitalidad del posadero. Sin embargo le sorprendió ver a una pareja joven extrañamente limpia y bien vestida luchando por acomodarse del mejor modo posible. Él parecía extraordinariamente nervioso. Ella, por el contrario, desprendía una paz que conmovía. En su nada, llenaba todo con su presencia. Fijándose bien, descubrió las razones de la inquietud del varón: el embarazo de su mujer estaba muy avanzado y, por el polvo de sus sandalias y de sus piernas, comprendió que habían realizado un esfuerzo enorme hasta llegar allí. De lo poco que pudo oír de sus conversaciones se les notaba cansados y aliviados a partes iguales.

Fue entonces cuando la joven se dirigió a ella. Judit acércate. No había abierto la boca desde su entrada en el portal. ¿Cómo podía aquella extranjera, de acento galileo, conocer su nombre? Se estremeció. Hoy tu vida va a ser rescatada por el Único que puede hacerlo, que ha puesto sus ojos en ti, que ha conducido tus pasos hasta este niño que va a nacer. Ayúdame, las contracciones crecen y José está demasiado nervioso como para poder ayudar. El futuro del Hombre está en tus manos. Dios te ha elegido para esta tarea. Se levantó como un resorte, atraída como un imán por el Misterio del Nacimiento que iba a suceder. No comprendía qué le pasaba.

Todo sucedió muy rápido. La ayuda, la carrera al edificio principal, el reproche de Eleazar ante su urgencia, la resistencia a entregarles paños y agua caliente (como sea mentira lo que dices te va a faltar tierra para correr), la indiferencia de la clientela, el tropiezo de la vuelta (maldita pierna coja), la llegada justo a tiempo para ver asomar la cabeza del bebé, los bufidos de la madre, las oraciones rechinando entre los labios del padre. Tranquila, tranquila, viene bien. El cuello, los hombros, un brazo, sale el otro y con él todo detrás, ya está. La sangre, la grasa, el pelo. Nudo al cordón, limpieza del vientre de la recién parida, llanto del niño al contacto con el agua tibia, carne blanca contra sus uñas negras. Llora, buena señal, ¿cómo se llamará? Cae en la cuenta que por primera vez se dirige a esa magnética mujer. Yavhé quiere que reciba el nombre de Jesús, ¿te gusta, Judit?, le contesta. Apenas le ha dado tiempo a asentir con la cabeza cuando le urge, Déjamelo.

Nunca sería capaz de explicar lo que ocurrió entonces. Envolvió la escena una paz sobrenatural, impropia de este mundo, como si el tiempo no existiera, como si la creación entera se asomara al lecho de paja en el que torpemente se reconocían madre e hijo. Un silencio sonoro retumbaba en su interior, de ángeles que daban Gloria a Dios. Los oía, sabía que era verdad. Poco después sería la algarabía exterior la que llenaría sus sentidos. Se miró en el balde de agua y, por primera vez en mucho tiempo, recuperó la dignidad, reconoció la importancia de su vida, el papel que estaba llamada a desempeñar. Ya nunca se separaría de aquel niño, su destino quedaba unido a José y María, a lo que acababa de ocurrir. Y así fue.

Muchos años más tarde, Jesús, su Jesús, aquél cuyos pañales había lavado, al que cobijó bajo sus ropas en la huída de Belén, el que tiraba piedras a los camellos camino de Egipto, a quien buscó con el corazón encogido cuando se perdió en la vorágine del templo, que vio aprender el oficio de carpintería de su padre, al que tantas astillas sacó, el de los misterios y las respuestas ininteligibles, niño primero, adolescente después, joven arrogante luego y maestro sereno los años en que la mala vida anterior pasaba ya severa factura a Judith, le diría a la mujer adúltera: “yo tampoco te condeno, vete y no peques más”. Fue entonces cuando aquel despojo de mujer al que el nacimiento del bebé había rescatado del abismo comprendió en su totalidad el milagro que le había sucedido. Esperó a que llegara del Templo, le besó las manos, le dijo Gracias por primera vez en su vida y se acostó en la cama. No despertaría jamás.