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sábado, julio 17

Un cantante de country y el colapso de la economía

(Un artículo de Sam Jones en el Magazine del 16 de agosto de 2009. Aunque ha llovido un poco desde entonces, sigue siendo interesante ver cómo las matemáticas solas no bastan para explicar el mundo financiero)

En 2003, cuatro meses después que su esposa, fallecía en Nashville el músico Johnny Cash, víctima de lo que se conoce como síndrome del corazón roto. Las compañías de seguros tienen muy bien estudiado el fenómeno. Cuando un brillante matemático chino decidió aplicar esa
fórmula a los mercados financieros, Wall Street se disparó. Ese mismo día comenzó a germinar la peor crisis económica desde 1929.

Johnny Cash y June Carter se conocieron entre bastidores en el Grand Ole Opry, un célebre programa de música country. Todo sucedió entre ellos como en una balada vaquera: él estaba casado; ella, recientemente divorciada; pero enseguida surgió un romance entre ambos. Los dos tenían hijos pequeños. Es más, Johnny Cash habría de tener otros tres más con su primera mujer, antes de que le abandonara, en 1966, por su afición a la bebida y las juergas.

Dos años más tarde, Cash proponía matrimonio a June en plena actuación. La cantante, a pesar de haberle rechazado antes en numerosas ocasiones, esta vez aceptó. Habían hallado pareja para toda su vida.

Su historia acabaría también como una canción country. En 2003, June Carter fallecía en Nashville (EEUU) por las complicaciones que siguieron a una intervención de cirugía cardiaca. Johnny Cash la seguía a la tumba cuatro meses más tarde con el corazón literalmente roto por el dolor. "Es tremendamente doloroso para mí", había confesado ante su público en el último concierto que dio. Su dolor, dijo mientras afinaba su guitarra casi con lágrimas en los ojos, era "el gran dolor. El mayor de todos".

Mucho tiempo antes de que Johnny conociera a June, los científicos ya se habían percatado de que los casos de esposos que morían en rápida sucesión no eran en absoluto extraños. Ya en los años 80, los investigadores habían comenzado a escribir sobre lo que se denominaba estrés cardiomiopático o síndrome inflamatorio apical, un estado en el que el cerebro del individuo, tras haber sufrido un intenso traumatismo emocional, libera de manera inexplicable toda una serie de elementos químicos en el flujo sanguíneo que debilitan el corazón y, en determinados casos, causan su fractura.

Además del médico, había otro colectivo sumamente interesado en el fenómeno: el de los actuarios de seguros de vida. La ciencia actuarial se dedica al estudio de las estadísticas sobre la vida y la muerte. Y las existentes sobre el síndrome de los corazones rotos eran verdaderamente impactantes. En un estudio publicado en marzo de 2008, Jaap Spreeuw y Xu Wang, profesores de la Cass Business School, observaban que durante el año siguiente al fallecimiento de la persona amada, las mujeres tenían más del doble de probabilidades de morir de lo normal. En el caso de los hombres, dicha probabilidad era más de seis veces mayor.

Pero ya antes de la publicación de este estudio los actuarios venían incorporando el asunto de los corazones rotos a sus modelos matemáticos para calcular las posibilidades de fallecimiento de sus clientes. ¿Cómo una relación tan evanescente podía ser tenida en cuenta de una forma fiable? La única manera que tenían era recurrir a la ciencia estadística para poder diseñar una perspectiva razonablemente precisa sobre grupos de personas. Hasta que llegó el doctor Li...

En el otoño de 1987, el hombre que, con el tiempo, habría de convertirse en el actuario más influyente del mundo aterrizaba en Canadá, en un vuelo procedente de China. Ni Xiang Lin Li ni el puñado de jóvenes académicos de la Universidad de Nankai con los que viajaba habían estado
nunca en el extranjero. Todos los integrantes de aquella reducida banda de matemáticos y estadísticos acabarían licenciándose en Administración de Empresas en la Laval University de Quebec. La idea era que, una vez estudiado el capitalismo, regresaran a China.

Pero durante su estancia se produjeron los sucesos de Tiananmen. Universidades como la de Nankai ya no eran los mejores lugares, ni los más seguros, para jóvenes estudiantes con ansias de aprender y, muy especialmente, para aquellos que volvían de hacer un MBA en el exterior. Xiang Lin Li, el más brillante de aquellos alumnos, decidió quedarse en Occidente. Cambió su nombre, convirtiéndose en David Li, y se matriculó en una nueva universidad, la de Waterloo, muy cerca de Toronto, donde estudió Ciencias Actuariales.

Tal vez Silicon Valley hubiese sido el destino más obvio para un matemático de gran talento y con ansias de fortuna como él. Pero otros dos lugares actuaban como potentes imanes para gente como Li. Uno era la City de Londres; el otro, Wall Street.

En 1984, Robert Rubin, el mismo que una década después habría de convertirse en secretario del Tesoro de EEUU, tomó una audaz decisión para la empresa en la que trabajaba, el banco de inversiones Goldman Sachs. Ese año contrató a Fischer Black, economista y académico del Instituto Tecnológico de Massachusetts, el reputado MIT. Hasta 1983, algunos académicos habían jugado con la economía y los mercados, pero Black fue el primero en dar el paso de trasladarse a Wall Street para poner en práctica sus teorías.

La apuesta de Rubin hizo ganar a Goldman Sachs muchísimas veces el salario que pagaba a Black. En el banco, el profesor Black fue pionero en el empleo de las matemáticas en el intento de generar dinero e inauguró lo que se dio en llamar 'finanzas cuantitativas', que consistían básicamente, en intentar ser más listos que los propios mercados utilizando las matemáticas para calcular –y pretender eliminar– los riesgos.

Muchos especialistas en física de las partículas, en mecánica cuántica o en ingeniería informática siguieron los pasos de Black y se volcaron a aplicar sus habilidades a las finanzas. Incluso se ganaron sobrenombres como el de POW ('Physicists on Wall Street': los físicos que asaltaron
Wall Street) o el más difundido de los cuánticos.

Li encajaba en aquella descripción como un guante. En 1997, tras haberse doctorado en Waterloo, consiguió un puesto en uno de los mayores bancos de Canadá, el Canadian Imperial Bank of Commerce (CIBC), y un año después, en 1998, llegó a Nueva York para trabajar en la consultora
RiskMetrics Group, una firma que se había independizado de su matriz, la banca JP Morgan.

Para entonces, los cuánticos ya se habían apoderado de Wall Street. Durante el verano de aquel mismo año, Long Term Capital Management, un hedge fund (fondo de alto riesgo) presuntamente dirigido por las mentes más agudas de las finanzas cuantitativas, requirió una intervención masiva del Gobierno federal. Dejó un agujero de 3.000 millones de dólares, pero el descosido no sirvió como advertencia de que los modelos matemáticos podían poner a los inversores en problemas muy serios y de que el instinto de los operadores y la experiencia eran mucho más importantes que la inteligencia numérica.

Los cuánticos no quedaron fuera del parqué. Y, como uno más de ellos, David Li pasaba los días redactando documentos, haciendo números y aplicando sus conocimientos académicos a los negocios. Hasta que, en el año 2000, publicó un trabajo en el prestigioso Journal of Fixed Income que se hizo merecedor de la atención general.

En dicho documento, Li sacaba a escena el más elegante de sus trucos. Aprovechando su trabajo y su experiencia en el campo actuarial, y particularmente sus conocimientos sobre el síndrome del corazón roto, intentaba solucionar uno de los problemas más irresolubles para los cuánticos: el de la correlación existente entre incumplimientos de las obligaciones de pago.

El principal problema con que se encontraban los cuánticos era que los mercados financieros no funcionan como laboratorios, es decir, completamente aislados del resto del mundo. Los mercados están muy vinculados entre sí, correlacionados, asociados. Para que los modelos
científicos funcionen verdaderamente al aplicarlos a los mercados, no basta con conocer la probabilidad de que una compañía tenga en su cartera activos deteriorados. También hay que saber en qué medida la bancarrota de una empresa –o de varias– puede incrementar –o reducir– la probabilidad de que otras compañías no puedan hacer frente a sus compromisos de pago.

Supongamos, por ejemplo, que un banco presta dinero a una granja lechera y a una tienda de derivados lácteos. La granja, según las agencias de evaluación de riesgos, tiene un 10% de probabilidades de quebrar, mientras que las de la tienda son de un 5%. Pero si es la granja la que
se hunde, las posibilidades de que la tienda le siga los pasos ascenderían rápida y abruptamente si esa granja fuera su principal proveedor de lácteos.

Y la cosa es bastante más complicada. ¿Hasta qué punto pueden estar correlacionadas las probabilidades de incumplimiento de las obligaciones de pago de unos bonos o títulos de deuda emitidos por un granjero irlandés y los de una compañía de software de Malasia? Nada en absoluto, podríamos pensar. Ofrecen productos y servicios completamente diferentes
y están geográficamente muy lejos uno de otro.

Sin embargo, supongamos que esas dos compañías han obtenido sendos préstamos de un mismo banco sumido en serios problemas que ahora les está reclamando la devolución de sus empréstitos.

De hecho, eso fue, exactamente, lo que hundió a LTCM. ¿Qué correlación podría existir entre los bonos emitidos por los gobiernos ruso y mexicano? De acuerdo con el modelo de LTCM, ninguno. Pero la crisis financiera que se produjo en Rusia en 1998, cuando el Gobierno de Boris Yeltsin incumplió los compromisos de pago adquiridos por la emisión de bonos, causó el pánico en las transacciones de México, adonde los inversores habían acudido rápidamente para intentar liberar de riesgos sus respectivas carteras.

Li, sin embargo, había reparado en ello. Siete años después, hablando para el Wall Street Journal, dijo: "De repente, pensé que el problema que yo estaba intentando resolver como actuario era el mismo que aquellos chicos trataban de solucionar. El impago de un préstamo es como la muerte de una compañía".

En consecuencia, si él era capaz de adaptar a los mercados financieros las matemáticas que aplicaba al fallecimiento por corazón roto, habría dado con una forma de modelar matemáticamente el efecto que los impagos de una compañía puede tener en el incumplimiento de pagos por parte de otras. Cuando los matemáticos y los físicos quieren describir las
posibilidades de que ocurran determinados hechos, a menudo recurren a una curva denominada cópula. Las cópulas conectan entre sí variables de tal manera que su interdependencia puede ser debidamente estudiada.

Durante su doctorado en Waterloo y su estancia en el CIBC, David Li siempre se había mostrado muy interesado en encontrar la forma de utilizar dichas cópulas en relación con los fallecimientos a causa del síndrome del corazón roto.

Hasta entonces, se usaban las cadenas de Markov, pero éstas describían una perspectiva demasiado mecánica, física –atómica, incluso–, de la vida humana. Li pensó que, mediante una cópula que mostrase una distribución probable de los resultados, se podría obtener una descripción más ajustada y global de un corazón roto. Y, de igual manera, de una compañía en quiebra.

Utilizó para ello un tipo estándar de curva –la cópula gaussiana o curva de campana– para, por medio de ella, poder hacer un plano y determinar la correlación existente en una cartera de valores dada. De la misma manera que los actuarios podían calcular las posibilidades que existían de que Johnny Cash falleciera muy poco después de que lo hiciera June Carter sin saber nada acerca del propio Cash (salvo, naturalmente, el hecho de su reciente viudedad), los cuánticos podían ahora, gracias a las conclusiones de Li, describir las consecuencias que el impago de las
obligaciones de pago de una empresa podrían tener sobre otra sin saber nada acerca de las propias compañías afectadas. En otras palabras, operar en los mercados financieros podía quedar reducido a un mero ejercicio de hacer números.

En 2003, el trabajo publicado por Li ya se había hecho famoso en Wall Street. Por aquella época, Li era jefe global de investigación de derivados financieros de Citigroup. En la radiante mañana de un martes de noviembre, llegaba a la reunión anual del Congreso de Cuántica, un encuentro de luminarias de las matemáticas financieras, para disfrutar de la gloria con una presentación de su trabajo. Enfrente de una sala atestada de cientos de colegas cuánticos explicó ampliamente su modelo: la función de la cópula gaussiana en el incumplimiento de las obligaciones de pago.

Aquella presentación fue un verdadero aluvión de ecuaciones, de variaciones aleatorias, de curvas y de matrices numéricas. Las preguntas que se le hicieron al final de la conferencia fueron muy respetuosas y de carácter técnico. Li, al parecer, había hallado la pieza final de un rompecabezas que las direcciones de riesgos de los bancos habían estado tratando de desmenuzar desde que los cuánticos llegaran a Wall Street.

Ya en 2001, el de la correlación era un reto formidable. Un nuevo fanatismo se había adueñado de la Bolsa neoyorquina: las finanzas estructuradas. Era la culminación de dos décadas de cuánticos trabajando en Wall Street.

La idea básica era simple: los bancos ya no tendrían que soportar riesgos nunca más. En su lugar, lo que hacían era evaluar dichos riesgos mediante modelos matemáticos, empaquetarlos y venderlos como cualquier otro título o valor normal y corriente.

Las hipotecas fueron el primer ejemplo. En lugar de constituir una hipoteca y cobrar unos intereses durante toda la vida útil de dicha hipoteca, los bancos comenzaron a hacer paquetes de diferentes préstamos y a vendérselos a compañías pantalla de su propiedad –pero fuera de
balance–, especialmente creadas a tales efectos. Estas compañías, a su
vez, emitían bonos para incrementar sus ingresos por caja.

Además, utilizando el modelo y los sistemas matemáticos que estaban generando a marchas forzadas los cuánticos, los bancos podían diseñar la estructura de sus carteras de hipotecas para asegurarse de poder emitir bonos de riesgos muy variados destinados a su adquisición por inversores de todos los perfiles.

El 10 de agosto de 2004, la empresa de calificación Moody's incorporaba la fórmula de Li de la cópula gaussiana en relación con los incumplimientos de pagos a su propia metodología de calificación de obligaciones de deuda colateralizadas (CDO), unos instrumentos característicos de las finanzas estructuradas que con el tiempo habrían de convertirse en la auténtica Némesis de muchos bancos.

Hasta entonces, Moody's había insistido con firmeza en la idea de que las mencionadas CDO tuvieran una composición diferente, es decir, que cada una de ellas estuviera integrada por diferentes tipos de activos (hipotecas comerciales, préstamos a estudiantes, deudas de tarjetas de crédito, deudas subprime...): el viejo adagio bursátil de que la mejor forma de protegerse ante el riesgo es evitar poner todos los huevos en la misma cesta...

La fórmula de Li, sin embargo, daba a Moody's un modelo que le permitía calibrar la interrelación de los riesgos. Las buenas prácticas tradicionales podían tirarse tranquilamente por la ventana. El riesgo podía ser medido con una certeza matemática y no existía ya necesidad
alguna de distribuir los huevos en cestas diferentes.

Una semana después que Moody's, la otra gran compañía de calificaciones, Standard & Poor's, cambió también su metodología de trabajo. Las CDO integradas únicamente por hipotecas subprime comenzaron a hacer furor. Utilizando el modelo de correlación mágico basado en la cópula gaussiana y algún que otro ingenioso artificio de ingeniería fiscal fuera de balance, las hipotecas de alto riesgo fueron empaquetadas en lotes calificados con una triple A –la máxima calificación que otorgan– para inversores de primer nivel.

Lógicamente, el mercado de CDO se disparó. En 2000, la cifra total de CDO emitidas era de unas decenas de miles de millones de dólares; en 2007 ascendía ya a 600.000 millones de dólares. Con tantos inversores a la espera y dispuestos a colocar su dinero, dicha deuda se convirtió en
algo extraordinariamente barato. En consecuencia, los precios de las viviendas se elevaron masivamente. Lo que sirvió para activar notablemente las economías de todo el mundo.

Hoy, sin embargo, todos conocemos muy bien el desenlace de esa historia. El asunto comenzó a hacer aguas en el mercado de hipotecas subprime de EEUU. Los impagos empezaron a incrementarse a finales de 2006. A principios de 2007, ya estaba muy claro que el mercado de hipotecas subprime de EEUU tenía un grave problema. Hacia el verano de ese mismo año, propietarios de hogares de todos los lugares del país comenzaron a incumplir los compromisos de pago derivados de la concesión de sus hipotecas.

Para agravar más las cosas, el modelo de correlación consideraba la situación del mercado de viviendas en los años 90, pero el sector inmobiliario se había convertido en un monstruo groseramente inflado que poco tenía que ver con el de sólo unos años antes.

Las pérdidas que los bancos comenzaban a asumir en relación con las CDO les habían dejado totalmente perplejos. Al mismo tiempo, se preocupaban, cada día más, de la solvencia del resto de instituciones financieras, dejando, en consecuencia, de prestarse fondos entre ellos. La liquidez global se drenó por completo.

La putrefacción se extendió desde una clase de riesgos a otra y las dificultades por las que estaban pasando los bancos alcanzaron a la economía real. Súbitamente, todo estaba altamente correlacionado.

Pero, ¿en qué había fallado la fórmula de Li a la hora de anticipar el colapso? Básicamente, en que presuponía hechos que tendían a aglomerarse en torno a un promedio, a un estado de cosas normal.

En el ámbito de las ciencias actuariales, la fórmula de Li podía acoger adecuadamente resultados binarios como la vida o la muerte. Pero en el complejo mundo de las hipotecas y de la economía en general, el rango de resultados posibles es mucho más aleatorio y de una complejidad muy
superior. Las muertes por corazón roto, a pesar de todas sus connotaciones poéticas, son mucho más fáciles de predecir que las más prosaicas pero inescrutables interrelaciones existentes entre los mercados.

¿Por qué nadie se percató de que aquella fórmula tenía un talón de Aquiles? La verdad es que algunos sí lo hicieron. Nassim Nicholas Taleb, autor del best-seller 'El cisne negro' –un libro sobre la importancia de tomar en consideración los valores atípicos a la hora de estudiar una cópula– fue muy crítico con las finanzas cuantitativas y la fórmula de Li. "La cosa nunca funcionó", asegura Taleb. "Todo lo que se base en la correlación es pura charlatanería".

En 2007, David Li abandonó Wall Street y regresó a China. Ha sido imposible contactar con él para la elaboración de este artículo. Sin embargo, dos años antes, es decir, antes de que el sistema financiero volara por los aires, él ya lo había advertido: "Muy poca gente entiende
la esencia de este modelo".

Harry Panjer, profesor de Estadística y Ciencias Actuariales y mentor de Li cuando éste estudiaba en Waterloo, ha establecido un cierto equilibrio entre las acusaciones de Taleb y la postura de su pupilo. Como comentaba a principios de año en el diario Toronto Star, "existe un
dicho sobre las estadísticas: 'Todos los modelos son erróneos pero algunos son muy útiles'". Y la verdad es que, durante un tiempo, el modelo de David Li fue extraordinariamente útil.

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