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miércoles, junio 9

Mark Twain

(Un artículo de Raquel Quilez en El Mundo digital a propósito del centenario de la muerte de Mark Twain. Con algún añadido, claro.)

Fue Samuel Langhorne Clemens hasta los 28 años, cuando se entregó de lleno a la pluma. Mark Twain fue el pseudónimo erigido a modo de barrera entre una vida intensa antes y después. Aderezada siempre con ironía, marca de la casa. «Dentro de 20 años estarás más decepcionado por lo que no hiciste que por lo que hiciste», dijo. Y se aplicó con rigor la premisa.

Se cumplen ahora 100 años de la muerte del genial escritor que nació el 30 de noviembre de 1835 en Florida (Misuri), donde sus padres habían emigrado para estar cerca del 'tío John', un próspero comerciante dueño de una granja y unos 20 esclavos negros. También su padre se dedicó a la tierra, actividad muy lucrativa en un país en plena efervescencia expansionista. Eran los años de las grandes plantaciones de algodón, de los desgarradores cánticos de lamento... Y todo quedó plasmado en sus obras.

A los cuatro años, su familia se trasladó a Hannibal, pueblo ribereño del Misisipí que sirvió de inspiración para el San Petersburgo de Sawyer y Huckleberry Finn, sus grandes creaciones. Twain siempre bebió de su experiencia. A los 12 años quedó huérfano de padre, dejó los estudios y se empleó como aprendiz de tipógrafo. Así empezó a familiarizarse con las letras y pronto llegaron las primeras colaboraciones en redacciones de Filadelfia y Saint Louis. Pero el cuerpo le pedía cambios y pasados los 18 años decidió iniciar sus viajes en busca de fortuna. Fue piloto de un vapor fluvial —la actividad, confesó, que más feliz le hizo en su vida—, inspeccionó minas de plata, fue buscador de oro... Eran los años de la conquista del Oeste. Se habían descubierto metales preciosos en California y el país entero cambió su eje en busca de suerte. Pero, uno a uno, sus sueños se fueron frustrando: la Guerra de Secesión de 1861 interrumpió el tráfico fluvial, las minas de Nevada resultaron demasiado duras, y el oro tampoco apareció como esperaba.

La pluma se convirtió en el modo más realista de ganarse la vida. Trabajó como periodista en varias cabeceras y le dio a la ficción hasta fue en 1865, año en que termina la guerra salvando la unidad del país, le llegó su primer éxito: 'La famosa rana saltarina de Calaveras'. Lo firmaba Mark Twain, expresión del Misisipí que significa dos brazas de profundidad, el calado mínimo para navegar. Empezó entonces una etapa de continuos viajes como periodista y conferenciante que le llevaron a Polinesia, Europa y el cercano Oriente. Y también los inmortalizó en libros: 'Los inocentes en el extranjero' (1869) y 'A la brega' (1872), en el que recrea sus aventuras por el Oeste.

Tras casarse en 1870 con Olivia Langdon, hija de un capitalista muy activo en la lucha antiesclavista, se estableció en Connecticut. Se acabó la vida de nómada y comenzó la crítica social denunciando la corrupción política o las ansias por enriquecerse a cualquier precio. Seis años más tarde publicó su primera gran novela, 'Las aventuras de Tom Sawyer' (1876), basada en su infancia. Después llegaron las de Huckleberry Finn (1884), también ambientadas en el ribera del gran río, aunque menos autobiográficas. Y de nuevo sus propios pasos en 'Vida en
el Mississippi' (1883), sobre su añorada etapa como piloto fluvial.

Las cosas le iban bien, incluso crea en 1884 su propia editora, la Charles L. Webster and Company. Pero, poco a poco, la vida empieza a torcerse. Y la amargura invade sus páginas. Enemigo del tópico según el cual todo escritor es un nostálgico del paleolítico, hizo instalar duchas de agua caliente e incluso un teléfono en su casa. Una lástima que aquel afán por estar a la última y patentar inventos acabara llevándolo a la ruina: En 1893 invierte en un nuevo tipo de máquina que mecanizaba el proceso de composición de texto, la linotipia Paige, y pierde mucho dinero. Se recuperó en apenas un año, tras mudarse a Europa y dedicarse a dar conferencias por el mundo, pero para entonces ya había perdido la casa soñada.

Dos de sus hijas mueren, por meningitis y epilepsia, y su mujer enferma y también pierde la vida. Esos últimos años no fueron fáciles para Twain. Ya en 'El forastero misterioso' (novela póstuma publicada en 1916) afirma que se siente como un visitante sobrenatural, llegado con el cometa Halley y dispuesto a abandonar la Tierra con la siguiente reaparición del astro, que ponía fin a su ciclo de 79 años. Y fue así como sucedió.

Falleció el 21 de abril de 1910 en Redding (Connecticut) , pero incluso con su muerte tuvo que recurrir a la ironía. Y es que el New York Journal se adelantó y en 1897 ya publicó su deceso. Letal error al que Twain respondió con una carta al director: «James Ross Clemens, un primo
mío, estuvo seriamente enfermo en Londres hace dos semanas. La noticia de mi enfermedad derivó de la enfermedad de mi primo; la noticia de mi muerte fue sin duda una exageración», decía. Escéptico, solía afirmar: «Y así va el mundo. Hay veces en que deseo sinceramente que Noé y su comitiva hubiesen perdido el barco». Y así lo vivió él. Genio y figura hasta en la muerte.

Sus vivencias marcaron sus escritos. La infancia de niño enfermo y la pérdida de su padre labró sus inicios. Su trabajo como práctico de un vapor del Misisipí, su labor como reportero del periódico de su hermano, la Guerra de Secesión, los éxitos, sus viajes, la pérdida de su esposa y
de tres de su cuatro hijos, su riqueza y su ruina. Un recorrido vital que fue afianzando su vena más sarcástica y que rozó con la amargura. Su legado más ácido llegó después de su muerte. Los albaceas publicaron de forma póstuma su autobiografía y los textos más críticos que muestran su tormento: hasta 1946 no vieron la luz 'Cartas desde la Tierra', en las que el propio Satanás se plantea la relación entre Dios y los hombres. «Ellos rezan por ayuda y favor y protección cada día; y lo hacen con confianza a pesar de que ninguna oración ha sido jamás contestada».