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lunes, junio 15

De cómo la ciudad fue pacificada

(Un cuento que Paulo Coelho contaba en XL Semanal de primeros de junio)

Cuenta una vieja leyenda que cierta ciudad, situada entre las montañas de los Pirineos, era un verdadero reducto de traficantes, contrabandistas y exiliados. El peor de estos criminales, un árabe llamado Ahab, tras ser convertido por Savin, un monje del lugar, decidió que aquella situación no podía prolongarse por más tiempo.

Como todos lo temían, pero no quería volver a usar su reputación de malvado para lograr sus objetivos, en ningún momento intentó convencer a nadie. Y esto porque conocía la naturaleza de los hombres: confundirían honestidad con debilidad y, enseguida, su poder sería puesto en entredicho.

Lo que hizo fue llamar a algunos carpinteros de una aldea vecina, darles un papel con un dibujo y mandarles que construyesen algo en el lugar donde hoy se encuentra la cruz que domina la población. Día y noche, durante diez días, los habitantes de la ciudad escucharon ruido de martillos, vieron a hombres serrando piezas de madera, preparando encajes, colocando tornillos.

Al cabo de diez días, el gigantesco rompecabezas estaba montado en medio de la plaza, cubierto con un velo. Ahab llamó a todos los habitantes para que presenciasen la inauguración del monumento. Solemnemente, sin ningún tipo de discurso, descorrió el velo. Era una horca.

Con cuerda, trampilla y todo. Nuevecita, cubierta con cera de abejas, para que pudiese resistir durante mucho tiempo a la intemperie. Aprovechando que allí había una multitud aglomerada, Ahab leyó una serie de leyes que protegían a los agricultores, incentivaban la cría de ganado, premiaban a quien trajera nuevos negocios a la región, añadiendo que desde ese momento en adelante todos deberían conseguir un trabajo honrado o marcharse de la ciudad. No mencionó ni una sola vez el `monumento´ que acababa de inaugurar. Ahab era un hombre que no creía en
las amenazas.

Al final del encuentro se formaron varios grupos. A la mayoría le parecía que Ahab había sido engañado por el santo, el cual ya no tenía la misma valentía de antaño, y que era preciso matarlo. Durante los días siguientes se trazaron muchos planes con ese objetivo. Pero todos se veían obligados a contemplar esa horca en mitad de la plaza y se preguntaban: «¿Para qué la puso allí? ¿Acaso la montaron para ejecutar a los que no obedezcan las nuevas leyes? ¿Quién está del lado de Ahab y quién no lo está? ¿Hay espías infiltrados entre nosotros?».

La horca miraba a los hombres y los hombres miraban la horca. Poco a poco, el coraje inicial de los rebeldes fue dando lugar al miedo. Todos conocían la fama de Ahab, sabían que era implacable en sus decisiones.

Algunas personas abandonaron la ciudad, otras se decidieron a probar los trabajos sugeridos, simplemente porque no tenían adonde ir, o como consecuencia de la sombra de aquel instrumento de muerte en el centro de la plaza. Algún tiempo después, el lugar estaba en paz, se convirtió en un importante foco de comercio en la frontera, comenzó a exportar la mejor lana y a producir trigo de primera calidad.

La horca permaneció allí durante diez años. La madera resistía bien, pero periódicamente se cambiaba la cuerda por otra nueva. Nunca llegó a usarse. Nunca Ahab pronunció ni una sola palabra sobre ella. Bastó su imagen para convertir el valor en miedo; la confianza, en sospecha; las bravuconadas, en susurros de conformidad. Transcurridos los diez años, cuando la ley finalmente imperaba en Viscos, Ahab mandó destruirla y construir, en su lugar, una cruz.

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