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domingo, abril 5

La crisis, según tres generaciones

(Un artículo de Carlos Salas en el suplemento económico de El Mundo del 8 de marzo. Por si alguien dudaba que la economía es cíclica)

Voy a comparar la vida de tres generaciones enfrentadas a sus crisis: la de nuestros padres, que abarca de la posguerra a la Transición. La mía, que es la que va de Fórmula V hasta la entrada de España en el Mercado Común, y la actual, que abarca desde entonces hasta internet.

La generación de la posguerra daba gracias por todo porque lo había perdido todo. Tener un trabajo era una bendición, como lo era poder comer tres veces al día y vivir sin la cartilla de racionamiento. Era la generación de los sobres: un sobre para la letra del piso, otro para la
cesta de la compra, para el colegio de los chicos El coche llegó tan tarde que la gente se sacaba el carné a la edad en la que ahora pensamos en el plan de pensiones.El televisor había que pagarlo en cinco años o más. Los recién casados se iban de vacaciones a Madrid o Barcelona, y casi nadie conocía otro país que el suyo propio.

Era una generación que quería dejar algo a los hijos, pues cualquier día podría sobrevenir una catástrofe: el piso, las acciones de Telefónica y el álbum de sellos. Para aquella generación, la vida consistía en trabajar mucho, gastar lo justo, salir pronto de las deudas y ahorrar por si las moscas. Vivieron unos años tan duros, que ahora se les reconoce en la calle porque, cuando hay huelga de transportistas, corren al mercado a por lentejas, latas de atún y leche porque «esto es como en la Guerra».

Gracias a ellos, mi generación conoció las mesas llenas de comida y la frase más común era: «Cómete todo porque tú no sabes lo que es pasar hambre». Nos jartaron de sopa cubierta, pescadillas, filetes de ternera, cocidos de todas las regiones (madrileño, lebaniego, pote asturiano). Pero no tres, sino ¡cuatro veces al día! Porque a la hora de la merienda nos enchufaban bocadillos de sobrasada, de chorizo, de pan con leche condensada (había una versión a la que se le añadía Cola-Cao), y había gente que merendaba unos bocadillos como el antebrazo de un albañil. Comer, comer, comer Había que dejar el plato limpio y los pescados en las raspas, porque de lo contrario uno estaba insultando la memoria de la Guerra Civil, y se iba a la cama con tantos remordimientos que se imponía ya tres avemarías automáticos.

Mi generación conoció lo que es salir con la familia a los restaurantes los domingos después de misa, («al nene, una tortilla francesa o filete con patatas»). En verano, uno visitaba Benidorm y sentía como si hubiese estado en el extranjero.

Esa misma generación mía fue la que, mientras sufría la crisis económica en la Transición, se rebeló en las universidades, pegó carteles, gritó consignas, discutió con sus padres de política, atacó a Estados Unidos mientras compraba discos de Crosby, Stills, Nash & Young, pero, al final
de esa larga jornada de lucha, siempre nos esperaba una mesa llena de calamares, sobrasada, filetes de lomo y Casera, como muestra la serie Cuéntame cómo pasó.

Nuestros padres, en su mayoría, no eran de una generación rebelde porque tener un piso donde caer muertos y un caldo calentito ya era una gran rebeldía contra el hambre de la posguerra. «¡Burgueses! ¡Reaccionarios! ¿Dónde están los ideales?», exclamábamos nosotros.«En la olla exprés, bonito, acompañados de esa morcilla que tanto te gusta», decían ellos.

Como estos argumentos nos revolvían el estómago, al final huíamos de esa dictadura gastronómica, viajábamos a otros países, trabajábamos de camareros en verano, ¡que sabrán nuestros viejos lo que es currar duro!, y nos curtíamos en la escuela de la guerra de la vida. Luego nos casábamos y pasábamos la luna de miel en Portugal para traer la cubertería de plata ¿Benidorm? Puaj. Y a la hora de comprar un piso, bueno sí, una ayudita de los padres o los suegros, pero pequeña, ¿eh? «Y que conste don Manuel que se la voy a devolver con el sudor de mi frente». Ah, y nosotros sí educaríamos a nuestros hijos con los valores de la libertad y el diálogo, nos confesarían todo y seríamos sus colegas, eso que nunca fueron nuestros padres. Dictadores.

Si la generación de nuestros padres fue la de los sobres, la de ahora es la de las sobras. Sobran platos de comida que se tiran al cubo de basura sin el remordimiento por el hambre de la posguerra. Sobran coches en las casas. Sobran salidas de copas, porque los fines de semana comienzan los jueves por la noche.Y sobra coca cola a la hora de comer. Ya cuando eran críos, uno iba al restaurante, y en lugar de tortilla francesa, los mocosos exclamaban: «A mí, una ración de pata negra.Y la carne, lomo alto argentino, por supuesto, al punto si puede ser».

Lo del diálogo con los hijos salió torcido porque no les interesa hablar de política pero sí del Madrid o del Barça. No está mal. Menos peleas. Hay tanto diálogo que los chicos no se van de casa ni aunque pierdan el Madrid o el Barça 100 veces seguidas.

Es una generación que se casa y viaja a Bali o a Punta Cana. Cosa inexplicable, pues el piso en el que se meten cuesta, en proporción, más que el de sus padres. En los años 50 se tardaba en pagar los pisos entre 10 y 15 años. En los 80, entre 15 y 20 años. Y ahora, les hacen firmar una hipoteca de 35 a 50 años.Por eso, para compensar gastos, se van a Ikea y MediaMarkt, llenan la casa de trastos en un día y, en lugar de un niño, tienen dos periquitos.

Ahora, a esa generación también le ha llegado la crisis. A los de la posguerra, con sus pensiones y sus casas ya pagadas, esto les parece grave, pero no tan grave como las cartillas de racionamiento. Para mi generación, esto nos recuerda los años del paro y la crisis en la Transición, que parecían no tener fin.

Como es la primera vez que esto pilla a la generación del móvil e internet, se han quedado traspuestos. No hay empleo, no hay dinero, no hay futuro. Así de pronto. ¿Es el fin? No, porque dos generaciones ya la conocieron a su modo. Bienvenidos a la mesa. Os estábamos esperando para cenar.

carsalas21@gmail.com

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