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martes, octubre 30

Trafalgar

(Este artículo lo escribió Arturo Pérez Reverte para El Semanal, como adelanto de una de sus novelas. Revive uno de los momentos previos a la batalla de Trafalgar, donde se ve que el sistema de "poner los cojones sobre la mesa" no es algo nuevo...)
Puede encontrarse en http://www.clubelsemanal.com/web/articulo.php?id=957&id_edicion=88

El almirante Villeneuve buscaba un pretexto para no hacerse a la mar y permanecer en Cádiz a resguardo de los ingleses. El punto era que, bajo el camelo de consultar, pretendía echar la culpa a los españoles, más conscientes que nadie de la debilidad de sus tripulaciones y el mal estado de muchos navíos. Saltaba a la vista que la intención del gabacho era decirle al emperador que se plegaba al consejo español de quedarse en casita. Esos sucios españoles ya se sabe, Sire, etcétera. Todo el día oliendo a ajo, con sus barcos de mierda y sus oficiales rezando el rosario. Qué le voy a contar, majestad imperial, lo que sufro teniéndolos bajo mi mando. Snif.

Pero lo cierto es que salir en busca de los ingleses era poco aconsejable, según se planteó de común acuerdo al final del consejo: venía mal tiempo y era mejor seguir allí, de momento, obligando a los ingleses a un bloqueo que desgastaría sus fuerzas. Al cabo ése fue el informe enviado por Villeneuve a París. Pero en el consejo las cosas no transcurrieron tan plácidamente como el informe hacía creer. Los franceses, pese a que ellos mismos tenían graves deficiencias en sus barcos y tripulaciones, diezmadas por la reciente revolución y por el desastre de Abukir, empezaron la charla muy sobrados, o-la-lá, confundiendo la prudencia realista de los españoles con pura y simple caguetilla. Gravina, el almirante español, estuvo callado al principio, dejando al mayor general Escaño poner las cosas en su sitio: barcos escasos de tripulación, dijo, insuficiente armamento, el Santa Ana, el San Justo y el Rayo con la iteuve mal hecha, la marinería reclutada a hostias, inexperta en la maniobra y el manejo de los cañones, y así. Hasta ustedes mismos, les dijo a los gabachos, han tenido que completar tripulaciones con soldados de sus regimientos de infantería. Mientras que los ingleses, fogueadísimos, llevan en la mar desde que Wellington era cabo. Además el barómetro baja, añadió Escaño, y se avecina mal tiempo. En ese punto, el almirante franchute Magon (un chulo de aquí te espero) dijo:

–Aquí lo que baja es el valor.

Y puso cara de fumarse un puro. Entonces Dionisio Alcalá Galiano, comandante del Bahama, hombre por lo general finísimo y mesurado (con una biografía impresionante: cartógrafo, científico, explorador y excelente marino), dio un puñetazo en la mesa y lo invitó a salir afuera para repetir eso mismo con una espada en la mano, a ver si lo que bajaba era el valor de los españoles o el nivel de ingresos en el barrio chino de Marsella de la madre del señor almirante Magon. –¿Ha usted comprí o no ha usted comprí?

–¡Nomdedieu!... ¿Quesquildit cetespagnoll?

–Digo que a su señora madre se la tiran pagando.

–¡Mais vuayons!… ¡C’est inaudit ni jamais escrit!

–Perdona, chaval, pero no hablo catalán. ¿Du yu spikin spanish?

Al fin se puso paz a duras penas, pero luego fue Villeneuve quien volvió a la carga, viendo el cielo abierto, diciendo que bueno, que si los españoles no querían salir, que no se salía. Pas de probleme, mes amis. O sea. Dacord. Y ahí fue el educadísimo y diplomatiquísimo almirante
Gravina, que también empezaba a mosquearse, quien se vio obligado a precisar que los españoles estaban dispuestos a salir si se les mandaba que salieran. ¿Comprí, mesanfants? Nus sortons silfó y si no fó también sortons (como era tan finolis, Gravina sí que hablaba un francés de puta madre). Y recordó al señor almirante Villeneuve que, en vez de marear tanto la perdiz (mareer la perdrix), más le valía tener en cuenta que siempre que se operó con escuadras cmbinadas (combinés), los navíos españoles fueron los primeros en entrar en fuego y bailar con la más fea (danser avec la plus espantose); como en Finisterre, y no es por señalar (pur signaler), donde los navíos franceses de ustedes, tan intrépidos, desampararon al Firme y al San Rafael y se quedaron rascándose los huevos (se touchant les oeufs) mientras, después de batirse los nuestros como leones (su propio emperador lo dijo), se los llevaban apresados los ingleses por el morro. ¿Nespá?... Dicho lo cual, como los franchutes aún se miraran unos a otros con ojitos de guasa, como diciendo a nosotros nos la van a dar con fromage estos pringadillos, Gravina se olvidó de la diplomacia, de las recomendaciones de Godoy y de sus bailes con la reina, se puso en pie y dijo: pues vale, colegas. Hasta aquí hemos llegado. Jusqua icí exacteman oujurduí. Para cojones, los míos.

–A la mar ahora mismo, todos. Y maricón el último.

Y los otros españoles se levantaron con él, diciendo eso, qué hostias, a la mar todo Cristo y que salga el sol por Antequera. Cagüentodo ya. Tras lo cual Villeneuve recogió velas y dijo pardón, mesiés, tampoco es para ponerse así, jamais de la vie, no es cosa de salir de cualquier manera,
veamos. Voyons, mes camarades. Serenité, egalité y fraternité. Votemos. Y votaron, claro. Magón votó por levar anclas. El resto, los españoles, Villeneuve y también sus tigres gabachos de los siete mares que se comían a los ingleses sin pelar, votaron por no salir, de momento. Y ahí quedó la cosa. Lo que pasa es que, a los pocos días, Villeneuve se enteró de que Napoleón, que estaba de él hasta la punta del nabo, mandaba al almirante Rosily para relevarlo y con la orden de que volviera a París, donde los periódicos lo estaban poniendo también a caer de un burro. O sea: que se quite de enmedio ese subnormal y se presente aquí cagando leches; que uno de estos días tengo que irme a machacar un poco a los austriacos y ganar la batalla de Austerlitz o alguna de ésas, pero antes le voy a arreglar el pelo. Entonces a Villeneuve le entró el pánico, claro, porque el Petit Cabrón, a las malas, era peor que Nelson un rato largo. Y decidió que, en fin, mejor salir a jugársela, aunque fuera sin esperanza de comerse un colín, a verse en el paredón o con la cabeza metida en el invento del doctor Guillotin después de un consejo de guerra sumarísimo. Y bueno.

Llamó a Gravina; y éste, que después de lo dicho ya no podía volverse atrás, y además tenía encima de la chepa al hijo de puta de Godoy diciéndole por correo, a diario, que tragara cuanto hubiera que tragar y que cumpliera las órdenes del franchute a rajatabla, no se fuera a cabrear
el Napo de los huevos, no tuvo otra que encogerse de hombros y decir, vale. Okey, Mackey. Levemos anclas, y que sea lo que Dios quiera. Como dijo el mayor general Escaño cuando los capitanes españoles se despedían unos de otros: que no quede nada por hacer, hijos míos. Así al menos, salvaremos el honor. Y allí estaban todos ahora, salvando el honor a falta de otra cosa, cerca del cabo Trafalgar, metidos en la mierda hasta las cejas, arrastrando consigo, en tan inmensa gilipollez, a miles de desgraciados a los que el honor, el valor, el pundonor y toda aquella
murga terminada en or se la traía, la verdad, bastante floja.

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